En tránsito
Eduardo Jordá
Opositar
Gafas de cerca
Dos rasgos han cobrado un auge social inusitado de la mano de la gravitación inexorable de las relaciones humanas hacia internet. El primero es la mala leche en barra libre, perpetrada por miles de personas denominadas en la jerga haters, o sea, odiadores (la RAE va tarde con su incorporación al diccionario). Uno se imagina a un sujeto desaseado, quizá con un pantalón de pijama que reclama lavadora y un hilillo de mala baba colgando del labio inferior, con varias ventanas abiertas en la pantalla, buscando la menor oportunidad para insultar con sarcasmo o sobrada crueldad a alguien por lo general desconocido en un hilo de Facebook o Whatsapp. El odiador tiene un arsenal de payasos, graciosillos, tontitas, subnormales y otras monerías prestas para ser lanzadas desde una trinchera remota contra un enemigo de ocasión; da igual quien sea, el caso es pegarse el regüeldo con una frecuencia que cada vez será mayor, el odio es adictivo -y de balde- para quien lo expele a tiro de clic. El odiador, por lo general, es un sabelotodo, un pontífice de la opinión no reconocido por los payasos, las tontitas y los subnormales. El odiador tiene el esófago repleto de cristalitos.
El segundo rasgo efervescente en las relaciones digitales del XXI es el escepticismo, que mueve a reeditar aquel "yo no me creo ná" que tanto usaba el lenguaje cheli en otro tiempo. Las trolas distribuidas por los Doctor No de andar por casa o por malévolos manipuladores de masas circulan camufladas entre noticias y vídeos veraces, y no hay agentes 007 que paren los ríos de mentiras. Los queos, llamados fake news con anglosajona propiedad, provocan una reacción de incredulidad preventiva, que activamos por pura autoprotección. A nadie le gusta que le digan "Jacinto, eso es un fake, no te creas todo lo que encuentras en internet": Jacinto se viene abajo, acharado, porque la fraterna reconvención se la han hecho delante de sus 625 amigos de Facebook. Un palazo para su imagen de marca en las redes; tu reputación como influencer -no debidamente reconocido-, por los suelos. Se impone la prudencia en su forma más amarga, el descreimiento. La metarrealidad y sus mundos impostados, con lamparones en el pijama sobre el que se apoya la tablet o con aviesas y globales intenciones demagógicas, mueve a la mala leche y a un escepticismo en permanente mosqueo. Mientras nos metemos en terapia y no, hay que comenzar a aceptar que tenemos que protegernos de internet, de sus prodigios y sus sioux con sus tomahawk en ristre detrás de los matojos cibernéticos.
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