Pena de redundancia

¿Defiende nuestra política los límites líquidos de la libertad de expresión y el uso alternativo del Derecho?

La sentencia que condena al autor de un poema satírico sobre el ascenso (y caída) de Irene Montero (y de Tania Sánchez) a pagarle una pasta a Irene Montero, nos ha dejado desconcertados. Los mismos que piden libertad de expresión cuando un rapero propone guillotinar al Rey o le desea la muerte a la Guardia Civil o se ríe de las víctimas del terrorismo, celebran ahora el peso de la justicia sobre el insensato que habló -oh, no, no puedo decirlo, no, no, sí, a ver…- de la bragueta de Pablo Iglesias.

En mi mar de dudas no sé si en esta España al revés el rap es una eximente o una atenuante, pero parece que, a los versos de un poema, por JRJ y eso, se les exige un plus de delicadeza, mal que pese a Marcial y a Quevedo. Tampoco entiendo a Tania Sánchez, que salía mentada en el mismo poema, y en peores condiciones que Irene, porque, mientras la última ascendía en el partido, Tania era mandada al gallinero y en el verso final, que, como todo el mundo sabe, es el central en un poema. ¿Por qué no denuncia Tania también, y se arrima, ya puestos, una buena indemnización, pobrecita, que todo se lo lleva la otra, y eso no es igualitario?

¿A qué colectivo dará Irene la pasta? Me lo pregunto, aunque reconozco que esto no es asunto mío, porque no es asunto público. Como sí lo son los límites líquidos de la libertad de expresión o el uso alternativo del Derecho.

Si me exigiesen encontrar una razón sopesada que sostenga esa sentencia condenatoria, después de leer el poema por primera vez (que ese ha sido otro efecto de la sentencia: que ha virilizado los versos), fallaría que lo más punible es la redundancia. El poema no dice nada que no quedase más contundente con la ordenada exposición cronológica de los hechos (ejem) desnudos, empezando por cuando Tania afirmaba que no dejaría jamás Izquierda Unida y acabando en el chaletazo de Irene y Pablo con vigilancia particular. La rima sobraba.

Se me ocurre una historia. Un día en las ferias de los pueblos reapareció una vieja atracción: los espejos deformantes. Pero esta vez crearon un pánico y una incredulidad inusitada entre los valientes que se atrevían a meterse en su laberinto. Cuando lo hicieron unos políticos, salieron escopetados a prohibir (naturalmente por Decreto-Ley) aquel antro de perversión y malditismo fascista. Camino del penal, el feriante reconoció su secreto atrevimiento: eran espejos normales y, encima, muy limpios.

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