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El cuentahílos

Carmen Oteo /

Pepe Guerra

De niña, al llegar la Navidad, nos ponían el abriguito, una prenda odiosa que sólo podía llamarse "verdugo" y, ala, a la calle a ver nacimientos. Eran unos nacimientos grandes que olían a cuarto oscuro, a lentisco, serrín y humedad. No existían esos cajones llamados dioramas que empequeñecieron los belenes y le colocaron un cristal por delante robándonos su olor.

De todos los nacimientos de mi infancia recuerdo especialmente los de Pepe Guerra del Beaterio. Para verlos había que entrar en un convento porque encerraban un gran misterio, una verdad celosamente custodiada por las monjas. Sus figuras estaban hechas de barro, ternura y humildad; sus paisajes, como en el villancico, de agua, viento y frío.

No eran unos nacimientos preciosistas los de Pepe Guerra, ni había en ellos alarde alguno ni vanidad. Eran unos belenes didácticos y evangelizadores, con más lecturas que un curso de teología. Tenían cabida los bienaventurados todos, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen sed y hambre de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos y los que sufren. Se abrían caminos empedrados de sinsabores y frustraciones, se adivinaba una ciudad lejana y añorada, se oía el río de la vida cuyo cauce discurre silenciosamente. Sobre todo, se enseñaba la esperanza de un Dios hecho hombre que decide nacer en un pesebre, como el más humilde. Se hacía de día y llegaba la noche y amanecía y la luz de una estrella guiaba en la oscuridad a tres reyes magos, exóticos y generosos.

Hoy las tiendas de chinos han puesto al alcance de todos invadir las casas con adornos navideños de pésimo gusto. Una decoración de purpurina tóxica, de lujo falso, de brillo barato, amenaza a todos los hogares. Una Navidad hortera con olor a plástico que se enciende y se apaga con un interruptor. Una mentira que cada año se adelanta más y que a la mayoría nos horroriza.

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