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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 7. Parte III)

Una bandeja de copas de brandy.

Una bandeja de copas de brandy.

-Entró en Ca’ Vendramin Calergi –siguió Farinelli–, que es el nombre del casino de Venecia… Por cierto, el más antiguo del mundo y en el que murió mi admirado Wagner, con una sonrisa de oreja a oreja, acompañado de su propietario, el conde de Bardi, y se marchó con la misma sonrisa. Solo la superaba la de Bardi, feliz de lo que había ganado esa noche a costa del marqués. El único de los tres que salió con peor cara de la que entró fui yo, que le presté una gran cantidad de dinero, que todavía me debe… Me dijo que, cuando viniera a Italia su administrador para firmar unos contratos de venta de brandy, me devolvería el préstamo, pero no he vuelto a tener más noticias de él que la carta en la que me pedía que te aceptara como alumno. Todavía no comprendo que le prestara dinero a ese desahogado. Yo, Farinelli, que no presto ni atención.

Y su risa honda y quemada se esparció por toda la habitación. Su esposa lo miró y también se rió, pero no de la gracia, que en verdad no lo era –la tacañería de Farinelli era famosa en toda Roma–, sino contagiada por su risa.

Jacobo se imaginó al marqués, tan soberbio, vencido por una simple máquina. Le vino a la cabeza que Mencía le contó una vez que su padre le había dado un cabezazo a un mulo porque se negaba a cruzar un arroyuelo mientras le gritaba en una oreja que no admitía que un animal quedara por encima de él. Se le escapó entonces también a él la risa.

Farinelli y su esposa dejaron de reír, sorprendidos por la risa tan singular de Jacobo. Giovanna miró fijamente al discípulo de su marido. Se sintió profundamente atraída por aquellos ojos de azul índigo, la nariz aguileña, la boca grande y los carnosos labios y, sobre todo, por la expresión dichosa que irradiaba aquel rostro, como si la felicidad fuera para su dueño, no momentos de gozo, sino un hábito.Farinelli percibió el deslumbramiento de su esposa y dijo:

–Ya nos contarás tus cosas en otro momento. Lo único que por ahora me interesa de ti es que tienes un gran talento para la música. Me gustarías que me sacaras de una duda: ¿por qué no te gusta la fuente de mi casa?

–No puedo negar que es hermosa –respondió Jacobo–, pero a quien la construyó solo le importaba su forma, no su sonido, que es el alma de una fuente. Mi padre es afinador de fuentes y me ha enseñado el oficio.

Hizo una pausa y siguió:

–La verdad, maestro, es que yo he venido hasta aquí a aprender, no para hacerme músico, sino para convertirme en el mejor afinador de fuentes del mundo. Quiero conseguir que produzcan, no un murmullo de agua más o menos armónico, sino verdadera música. Antes de venir a Italia he hecho experimentos para convertir los orificios de los surtidores en teclas capaces de interpretar partituras. Farinelli enfatizó:

–¡Musicalizar las fuentes! ¡Qué oficio tan maravilloso! Tienes un don, muchacho. ¿Crees que podrías hacer que la fuente del patio se convirtiera en un instrumento en el que pudiera tocarse la Hornpipe?... Le encanta a Giovanna… Si además pudieras conseguir que las del jardín del huerto reprodujera las otras dos suites del Watermusic sería fantástico. No lo quiero ni pensar: Händel sonando día y noche por toda la casa. Ningún palacio, no ya de Roma, sino del resto del mundo sonará más hermosamente que el de Farinelli… Fascinante, único, espléndido: mi casa sonará como debió de sonar la ‘Naumaquia’ de César, en el lago Fuccino.

Su esposa miró atónita a Jacobo. “Este muchacho es de una belleza deslumbrante, pero también es un charlatán. Tiene encandilado incluso a Farinelli, a quien pocas veces he visto impresionado por algo relacionado con la música”.

Jacobo respondió:

–Le estoy agradecido al marqués por su generosidad, pero también a usted, maestro, que me ha aceptado como alumno sin conocerme.

–¿La generosidad del marqués, muchacho? Se ve que no lo conoces. Es más interesado que yo, y si te ha traído hasta mi escuela es solo porque…

El maestro se interrumpió. Miró a su esposa, que le devolvió una mirada reprobadora y cambió de conversación:

–¿De verdad que podrías convertir las fuentes de mi casa en instrumentos musicales?Jacobo aún se sentía aturdido por las palabras misteriosas de su maestro. No comprendía qué había querido decir. Lo que más le extrañó, sin embargo, fue la mirada contrariada de su esposa.

–Sí, maestro –contestó–, pero no será barato. Después de muchos experimentos he llegado a la conclusión de que el material más adecuado para convertir las fuentes en instrumentos es un metal nuevo, el aluminio, tan caro como la plata o el oro porque su producción es muy costosa. Sin embargo, me parece el más adecuado por su ligereza, su densidad y sobre todo por su bajo punto de fusión, que permite ajustarlo perfectamente al contorno de cualquier fuente.

–Si lo que dices es verdad, no me importa pagar lo que cueste. Si fallas, tendrás que devolverme lo que gaste –respondió Farinelli sonriendo y frotándose las manos.

Después de que hubieran apurado el postre, apareció un criado portando una bandeja de plata con una botella de cristal tallado y tres copas. Farinelli se dirigió a Jacobo:

–Brandy de tu tierra. Giovanna y yo jamás nos acostamos sin haber apurado una copa… o dos… o tres, ¿verdad, querida? –y volvió a resonar en toda la habitación su risa infernal.

Ella no respondió, solo sonrió asintiendo con la cabeza.

–Es que yo no bebo alcohol –respondió Jacobo.

–Ni yo, muchacho –replicó el maestro–. Yo estoy en contra del consumo de alcohol, pero no del de vino y menos todavía del de brandy. El alcohol es un veneno que mata; esto, el nepente del que se alimentaban los dioses.

El criado sirvió las copas y Jacobo dio un pequeño sorbo. Un hilo cálido le recorrió la garganta hasta el vientre. Probó otro y otro...

El maestro, que mientras que Jacobo había terminado su copa se había bebido tres, dio por terminada la velada levantándose trabajosamente de la silla. Se movía de un lado a otro como si tratara de desembarazarse de ella.

–Maldito carpintero –protestó–. Construyendo muebles es un artista, pero tomando medidas es un desastre.

Hace unos meses que me hizo esta silla y siempre me ha costado levantarme de ella.

–Querido –respondió Giovanna con una sonrisa. Tardó dos meses en hacerla desde que te había tomado las medidas, ¿no crees que quizás engordaste en ese tiempo?

El maestro volvió a reírse:

–Pudiera ser. Le perdono.

Al levantarse Jacobo notó un leve mareo y un modo desconocido de alegría íntima. Al despedirse del maestro y su esposa, notó que la mano de Giovanna mantenía la suya más tiempo y con más firmeza de lo que esperaba y se puso rojo como un tomate. Se despidió entonces con cierto aturdimiento, que no pasó inadvertido para el maestro… Como tampoco la demora que su esposa había puesto al retirar la mano y la mirada con que lo siguió hasta que desapareció tras la puerta.

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