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Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 15. Parte I)

El irlandés James Ussher, arzobispo de Armagh (1581-1656) en un retrato realizado por Sir Peter Lely.

El irlandés James Ussher, arzobispo de Armagh (1581-1656) en un retrato realizado por Sir Peter Lely.

Las citas de Jacobo con Giovanna se venían repitiendo casi cada día desde hacía un año, aunque al cabo de unos meses a Jacobo empezó a faltarle el deseo y el ansia de los primeros días.

No quería, sin embargo, fallar a su maestro, que cada vez ponía más interés en instruirle de todo lo que sabía de música. Parecía como si estuviera convencido de que cuando aquel discípulo amaba a su mujer era él quien lo hacía. El joven solo ponía el cuerpo y el vigor que a él le faltaban.

Esa falta de interés empezó a manifestarse en una escasa fogosidad y en lo pronto que se cansaba de ser hombre. Como ella se quejó, Jacobo ideó un remedio: imaginaba que la boca que besaba, el cuerpo que recorría su lengua y la corola que desgarraba su fuerza no eran de Giovanna, sino de Mencía.

Solo así, con los ojos cerrados y el corazón puesto en otra carne, era capaz Jacobo de amar a Giovanna. Fue entonces cuando comprendió, en todo su alcance, aquella frase de Farinelli el día en que le propuso convertirse en amante de su mujer: “La amaré en ti”.

Una de esas tardes de amor fingido, mientras ambos reposaban de los embates y el sudor que prestaba a sus cuerpos la pasión, Giovanna le dijo:

–Mañana iremos a ver a un amigo a quien te gustará conocer. Quizás pueda aportar algo a tus experimentos con las fuentes.

Él la miró intrigado y ella siguió:

–Se trata de un filósofo, Enrico de Peruggia. Es un estudioso de la mente humana y voy a consultarle todas las semanas sobre mis miedos, mis dudas y mis sentimientos. Cuando le conté tus experimentos con las fuentes se quedó maravillado. La semana pasada me dijo que tenía una idea que podría darle un vuelco a tu proyecto y que estaba deseando contártela. Quedé con él en que esta semana te llevaría a conocerle.Jacobo decidió pasar por alto aquel tono dominante, como si ella ejerciera señorío sobre él. Le interesaba mucho la reunión con aquel filósofo y escuchar esa idea.

Y es que otra de las virtudes de Jacobo era la curiosidad, tan propia de sabios e inventores. Se ha repetido que la curiosidad era el don más característico de los griegos presocráticos, y que lo tenían tan bien acendrado que cualquier hecho, por trivial que fuera, les hacía reflexionar sobre él y sacar conclusiones. Sin embargo, hasta para ser curioso hay que ser sensato; si no, la curiosidad puede desembocar en el esperpento. Ahí tenemos el caso de aquel arzobispo anglicano irlandés, James Ussher, que pasó muchos de sus años de profesor de universidad estudiando tan concienzudamente las Sagradas Escrituras que llegó a escribir un ensayo en el que afirmaba con absoluta rotundidad que Dios creó el mundo a las 9 de la mañana del día 26 de octubre del año 4004, antes de Cristo, o que el diluvio universal se produjo en el año 2400, también antes de Cristo.

No es el único ejemplo de una mente curiosa, pero disparatada. Espoleado por los estudios de Ussher, el inglés William Whiston siguió profundizando en los cálculos de aquel y, después de varios años, le corrigió la fecha del diluvio universal, concluyendo que no fue ese año 2400 antes de nuestra era, sino exactamente el día 18 de noviembre del año 2349. No fijó, sin embargo, la hora concreta.

Jacobo pasó todo el día intrigado por la propuesta de Giovanna. Cuando el cochero de la casa llamó a la puerta de su habitación diciendo que la señora lo esperaba en el coche, él estaba ya preparado. Cogió su capa y salió rápidamente.

Enrico de Peruggia vivía en una casa de fachada sencilla: unos pocos huecos enrejados y un mínimo balcón. El patio era estrecho pero muy luminoso, gracias al techo acristalado que lo cubría. Estaba repleto de macetas de aspidistras y helechos. Una criada les abrió la puerta y los condujo hasta una habitación situada al final de la galería, aunque Jacobo se dio cuenta de que Giovanna conocía bien el camino.

Allí, al fondo, se sentaba un hombre con melena y barbas canas y ojos pequeños, aunque muy vivos. Se recostaba hacia atrás, como si tuviera el peso de todas sus ideas en la nuca. Cualquiera hubiera dicho que era un ser impresionado por la vida, si no hubiera sido por su sonrisa: la sonrisa del escéptico que ha visto y oído tanto que recela de todo cuánto ve y oye.

El modo en que, tras las presentaciones, el filósofo lo miró hizo comprender a Jacobo que conocía el papel de mero juguete de Giovanna que él representaba, pero no se sintió ofendido. Era cierto que era juguete, aunque no de ella sino de su marido.

El filósofo lo miró fijamente y dijo:

–Giovanna me ha contado tus experimentos con las fuentes y que has conseguido convertirlas en instrumentos de música. Me parece un invento prodigioso y he pensado que podía aportar algo… ¿Sabes lo que es la Psicología?

Jacobo negó con la cabeza.

–Hasta no hace mucho –siguió– se consideraba una rama más de la Filosofía, pero hoy se la tiene como una ciencia dotada de principios propios. La verdad, sin embargo, es que todavía la ejercemos muy pocos. Desde hace tiempo, un grupo de psicólogos venimos haciendo experimentos con música y hemos llegado a la conclusión de que cada ritmo, cada tono o cada timbre, provoca en el hombre reacciones distintas. Llamamos a esta nueva ciencia “Psicología Musical”.

Jacobo respondió lleno de entusiasmo:

–Me interesan mucho esos estudios. Nunca había oído hablar de esa ciencia, pero tiene razón cuando piensa que vuestros experimentos con la música podrían resultar muy útiles para los míos con las fuentes.

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