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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 10)

Detalle del cuadro 'La parra' de Joaquín Sorolla (1897).

Detalle del cuadro 'La parra' de Joaquín Sorolla (1897).

Don Julián Ceballos se había quedado pasmado cuando oyó decir a Mencía que quería tratar con él de un asunto relacionado con su padre.

–¿Con tu padre? –repitió extrañado–. Pasa, por favor. Estaremos más cómodos dentro de la casa. Nada más ver entrar a la joven, doña Catalina se encerró en su cuarto. No le apetecía saludar a la hija de aquel hombre sin entrañas que tanto daño había causado a su marido, ahora sin apenas alumnos.

–Cuéntame, Mencía –dijo don Julián en cuanto se sentaron–.

–Si no quiere contestar a la pregunta que voy a hacerle, don Julián, lo comprendo.

Don Julián la miró, sorprendido por la serenidad y determinación que veía en los ojos de su antigua alumna.

–Sé que usted –dijo mirándole fijamente– presidió la comisión que juzgó a mi padre. No me importa que pertenezca a una sociedad secreta, pero sí saber por qué se le juzgó. No creo que ninguno de sus trabajadores lo acusara de explotación.

Don Julián se quedó helado ante aquella pregunta hecha a bocajarro. Enseguida, sin embargo, recobró la serenidad. Vio que no tenía sentido negar su condición de miembro de una hermandad.

–Las comisiones –contestó– no juzgan solo por la explotación de los jornaleros, Mencía, sino también por otras causas y entre ellas el ultraje a la gente pobre. Por esto precisamente se juzgó a tu padre.

–¿Ultraje a la gente pobre? ¿De qué ultraje se le acusaba?

Don Julián dudó, pero decidió responder. Sabía que su respuesta causaría dolor a Mencía, pero en el fondo de su alma aún quedaba un poso de venganza contra el marqués:

–De haber violentado a la hija de los guardeses de uno de vuestros cotos de caza, dejándola embarazada. Fue el padre de ella quien presentó la denuncia.

Cuando Mencía oyó las palabras de don Julián sintió un turbión de sensaciones dolorosas, como si le hubieran clavado un estilete en el pecho.

Don Julián la miró y al ver la angustia que sus palabras habían despertado en ella se arrepintió. Se sintió doblemente apesadumbrado sabiendo que se había vengado conscientemente del padre lastimando el corazón de su hija, inocente de toda culpa.

Ya no tenía, sin embargo, solución: el daño estaba hecho.

–Una mañana –continuó–, mientras tu padre paseaba por la viña vigilando la floración, fue secuestrado por una partida de braceros. Me llamaron para que presidiera la comisión que lo juzgaría. Exigí que se convocara también a la muchacha, aunque su padre se opuso alegando que para hablar por ella estaba él, que no era necesario someterla a la vergüenza de un careo con su violador y que, además, estaba amamantando al niño, que tenía ya dos meses y medio.

–¿Y qué dijo mi padre?

–Negó la violación, afirmando que las relaciones fueron consentidas y que se remontaban a años atrás.

–¡Dios mío –exclamó Mencía–! ¡Tengo un hermanastro fruto de una vileza de mi padre!

–No te apresures a hacer conjeturas –respondió don Julián–. Como te decía, el padre de la muchacha se negaba a que ella estuviera presente en el juicio, pero yo exigí que se la llamara a testificar.

–¿Qué contó ella?

–Negó la violación, confirmando lo que había dicho tu padre: que las relaciones habían comenzado hacía tres años y que ella las mantenía voluntariamente. Sin embargo, yo tenía la duda de si esa declaración obedecería en realidad a miedo a tu padre. A ti no tengo que contarte nada de lo déspota y lo vengativo que puede llegar a ser.

Ella guardó silencio. Sabía que lo que decía don Julián era cierto, pero no quiso refrendarlo.

–Entonces –siguió don Julián–, para saber si la relación de tu padre y esa muchacha se fundaba en un trato asentado y consentido, se me ocurrió preguntarles a ella y a su padre cuántas veces había ido el marqués a visitar al niño desde que nació.

–¿Y qué contestaron?

–El padre no quiso responder, pero ella dijo que desde que el niño nació el marqués no había dejado de visitar al niño casi ni un solo día. El padre la miró entonces con los ojos llenos de ira diciendo que sus palabras deshonraban a toda la familia. Negó a ese niño como nieto suyo, lo maldijo diciendo que era fruto de una relación ilegítima y terminó llamándolo “maldito bastardo”. Después se la quedó mirando con rencor y le gritó “Puta”. Nada más oírlo, tu padre saltó sobre él y si no hubiera sido porque lo agarraron, le hubiera dado una paliza allí mismo. El caso es que nos reunimos los miembros de la comisión y decidimos que no había ultraje a la muchacha.

–Gracias, don Julián. Le agradezco su comportamiento con mi padre. Más todavía conociendo el suyo hacia usted.

–No me lo agradezcas a mí –respondió–. Si no hubiera sido por el valor de esa muchacha tu padre no estaría vivo. A pesar de saber que su declaración la condenaba al repudio de toda su familia no quiso mentir. Así ha sido, además: vive sola con el niño en una casa que le buscó tu padre, y no solo nadie de su familia la ha vuelto a tratar, sino que han jurado vengarse de ella marcándole la frente con una “P”, de puta.

–¡Dios mío, qué gente! –replicó Mencía–. ¿Y cómo se llama esa muchacha y dónde vive?

–Se llama Manuela y vive en la cañada de Albadalejo, junto a la venta del Cepo –contestó don Julián–. El ventero tiene el encargo de tu padre de cuidar de que no le pase nada.

Mencía se despidió de él. Subió al caballo y tomó el camino de vuelta a su casa.

Veía ya de lejos los eucaliptos del Bebedero de las Tórtolas, cuando decidió dar la vuelta y dirigirse a la cañada de Albadalejo.

No tardó mucho en encontrar la casa, junto a la venta, que en ese momento estaba llena de jornaleros. Era día de paga y allí pasarían las horas, gastándose en vino lo poco que con tanta fatiga habían ganado.Abrió la cancela de la casa y vio que la puerta estaba cerrada. La golpeó con el pomo de plata de la fusta, pero nadie contestó. Gritó:

–¿Vive aquí Manuela?

De una zahúrda situada en la parte de atrás salió, con cara de miedo, una muchacha con un niño en brazos.Mencía se sorprendió de que la amante de su padre fuera si acaso un par de años mayor que ella. Era alta, agitanada y, aun cargando con el niño, caminaba muy erguida. Cuando la tuvo cerca se asombró de sus ojos, tan negros que brillaban de un verde oscuro. Llevaba el pelo, muy rizado, recogido con un moño. Era de una belleza apabullante, aunque tosca.

–¿En qué puedo servirla, señorita? –preguntó–.

–¿Sabes quién soy, verdad? –respondió Mencía–.

–Sí, señorita.

Mencía se dirigió hacia ella y separó las telas que ocultaban la cara del niño. Se asombró de que sus labios fueran exactamente como los de su padre… como los de ella.

El niño empezó a llorar y la madre lo meció en sus brazos. Mencía dijo:

–Quiero agradecerte lo que hiciste por mi padre cuando el tuyo lo denunció.

–Solo dije la verdad –respondió ella con voz menuda y temblorosa–.

–Una verdad que te ha costado el repudio de tu familia y la soledad.

–Me ha costado nada más que el desprecio y el odio de mi familia. Sola no estoy: tengo a mi hijo.

–Tienes razón –respondió Mencía–.

Se quedó un momento en silencio, dudando sobre si hacer la pregunta que tenía en la cabeza desde que salió de casa de don Julián. Al fin, se decidió:

–¿Viene mi padre a ver al niño?

–Si está en la ciudad, todas las tardes.

Mencía no supo si aquella respuesta le agradó o fue como una herida. Por primera vez en su vida tenía la impresión de que su padre era constante en un afecto. Y lo creía así ella, que desde niña había dudado si su padre era capaz de generar sentimientos. Lo había visto arruinar a amigos sin pestañear, sacrificar de un tiro a un caballo por no responder inmediatamente a su espuela o mandar a los braceros deshacer y repetir, sin paga, los surcos de una besana considerando que no eran lo suficientemente rectos. Y lo mismo con ella: jamás se había interesado por la causa de su tristeza o de su alegría, qué le ilusionaba y qué aborrecía, si amaba a alguien…

Por un momento sintió celos de aquel niño que, en unos pocos meses, había sido capaz de despertar en su padre sentimientos que ella no había conseguido excitar en todos sus años de vida. Enseguida, sin embargo, se repuso y dijo a la muchacha:

–Ese niño es mi hermano y como hermano lo trataré siempre. Tú eres su madre y como madre de mi hermano te tendré. Cualquier necesidad que tengas cuéntamela. Si su remedio está en mis manos te ayudaré.

–Gracias, señorita –respondió la muchacha con una sonrisa, mientras besaba al niño–.

–Lo dicho, Manuela. No dudes en buscarme… Y una cosa: no le cuentes a mi padre esta conversación. Ya lo haré yo cuando lo vea conveniente.

–No se preocupe –respondió ella con mirada triste–. A su padre no le interesa de mis cosas, más que lo que tienen que ver con el niño.

Mencía se alzó sobre la silla y puso el caballo al galope en dirección a ‘Lavapájaros’. Dudaba sobre si era su deber desvelar todo lo que había conocido ese día, no solo a su padre, sino también a su madre. “Por qué causarle un dolor innecesario a mamá –se dijo–. Que siga en esa ignorancia tan dichosa en la que vive desde que nació”.

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