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Tribuna cofrade

Jaime Betanzos Sánchez

Salomé

ENFRENTARSE a una espera sin recompensa final es tan duro como perder la esperanza. Con el ímpetu anestesiado por un año con demasiadas limitaciones, cualquier señal extraordinaria devuelve el vigor a la Cuaresma. El estímulo sensorial cumple una función preparatoria. La floración del azahar desencadena una sensación inenarrable. Esa adjetivación de lo percibido se sustantiva en el recuerdo. La asociación inmediata es tan entrañable como duradera en el tiempo y puede alterar la indolencia de cualquiera.

En ese estado entre lo sorpresivo y lo voluntario, nace inexcusablemente un refugio. Un lance de la memoria donde se escuchan los estertores de una cofradía que vuelve al templo y se zarandean las palmas de un Domingo de Ramos. Un momento soñado y vivido que apenas ha llegado y ya se marcha. En el dintel del convento de los Capuchinos encuentra sus razones la Esperanza. La muerte precipitada en la cronología de los acontecimientos anuncia el final provisional del magnicidio. Como una balanza, pesa las alternativas al suceso y las compensa. Por delante, como un clamor, la humanidad suplicante. La Caridad se abandona en la voluntad del cielo para asirse del propio sufrimiento. En los centros, solo muerte. El traslado operativo, por humanidad o misericordia, del cuerpo de un condenado a un lugar donde llorarle. El dolor por el dolor con el llanto compungido de los amigos y el llanto impostado de las plañideras. Al fin, la soledad que equilibra el tráiler.

La escena antagónica de La Mortaja se encuentra en el mismo paso, pero en un misterio distinto. Bajo el árbol que pone punto y final al traslado al sepulcro, una mujer se mantiene firme en sus pensamientos. La incomprensión hace flaquear las extremidades de esta otra madre que parió a un evangelista. Pasa desapercibida en la amplitud del día, pero su figura concreta se magnifica en la intimidad de la noche. Pasa todas las horas del Sábado fuera de sí para encontrar su lugar en los últimos momentos de esta víspera.

Entonces, se invierte la prelación y cada cual ocupa la posición que le pertenece. Al filo de la medianoche, se consuma la razón de la penitencia. La cofradía salió para volver y volver es preceptivo para prorrogar el final definitivo. Esa última palabra se mantiene en los labios de Salomé, quién ocupa la atención de todos en el dintel del domingo. La muerte no se gira a las puertas del templo: camina y pasa para dar lugar a La Esperanza.

Esta discípula del Señor da la espalda a la muerte y mantiene el equilibrio de la vida. Esta loca desdichada que se consume a sí misma en el vértigo de su postración triunfa. Y lo hace quedamente, cuando las palmas traidoras se agitan ante Jesús. Ella ya lo ha visto muerto y lo sabe resucitado al tercer día. Por eso, en este sábado pandémico que dura dos años, el equilibrio está en el final. Entender que lo que ha pasado no es definitivo puede ser un primer paso para aguantar lo que nos quede. Solo queda confiar hasta el Sábado de Pasión en que Salomé vuelva a mostrarnos la locura de La Esperanza en el manicomio postrero de su sombra.

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