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Ojo de pez

pablo / bujalance

El caso Breivik

HAY determinadas noticias que, en virtud de la prensa digital, ofrecen un certero diagnóstico social no tanto por lo que cuentan sino por los comentarios que los lectores dejan al pie de las mismas. Hace unos días, la Justicia noruega condenó al Estado por el "trato denigrante e inhumano" infligido a Anders Breivik, el ultraderechista que en 2011 mató a 77 personas en un brutal atentado en el país nórdico. Breivik, que interpuso la demanda, cumple desde entonces una pena de 21 años de prisión y, según trascendió en el juicio, pasaba la mayor parte del tiempo en una celda de aislamiento, a oscuras y en una estrechez incompatible con la cordura. Los comentarios de los lectores a los que me refería delataban muchas manos llevadas a la cabeza: pero esto cómo va a ser, cómo es posible que la Justicia tenga esos miramientos con un asesino de tal calibre, no fue su comportamiento acaso mucho menos humano con las 77 víctimas. Tampoco faltaban invocaciones a la pena capital ni descripciones, a menudo desagradables, del que debía ser el destino final de Breivik. La sentencia que considera al Estado noruego culpable detallaba que los trastos degradantes e inhumanos "nunca pueden justificarse en una sociedad democrática, ni siquiera cuando van dirigidos a terroristas y criminales". Daba igual: la indignación era mucho mayor.

Me he acordado de Breivik después de ver en televisión la película de Hannah Arendt, que cubrió para The New Yorker el juicio contra el nazi Adolf Eichmann celebrado en Jerusalén. La situación ha cambiado poco desde entonces: la sola consideración de seres humanos hacia los verdugos basta para que cunda la acusación de desprecio a las víctimas. Arendt pagó con creces la insinuación de que si los verdugos dieron rienda suelta al mal, las víctimas, o quienes las representaban, difícilmente pudieron actuar de manera menos afortunada; pero aquí es suficiente con apuntar que un Estado no puede saltarse lo recogido en la Declaración de Derechos Humanos bajo ningún concepto, ni siquiera a cuenta de la sacrosanta seguridad, para que lluevan berrinches, vestiduras rasgadas y llamadas a la hoguera. Si sale un cartel en una obra de títeres con un juego de palabras en torno a ETA y uno reclama un poco de templanza a ver qué ha pasado, inmediatamente se ve metido en el bando de los terroristas. El derecho a conocer, interrogar y dilucidar no es, parece, muy democrático. Y eso lo explica todo.

Si la defensa de los Derechos Humanos se identifica aquí con la causa etarra, imagínense con Breivik. Hay quien pide aún lobos en el Estado. Como si no hubiera bastantes.

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