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Mejorando lo presente

Ángel Mendoza

No me esperéis despiertos

ESA es la frase que se han ahorrado en los últimos catorce años los hijos de una familia de Escañuela, Jaen, a la que, por fin, la sala de lo contencioso administrativo del TSJA ha dado la razón tras un reguero de denuncias por los ruidos provenientes de un bar de copas instalado debajo de su vivienda. Pese a que no dormían, o lo hacían como tragados por una pesadilla crónica, aún tuvieron fuerzas para escribir contando su caso al presidente de la Junta de Andalucía, al Defensor del Pueblo, a la Casa Real. Trazas de relatos de miedo se imagina uno que deben de respirar las letras de esas misivas; o, peor aún, terminales mensajes de suicida, porque es al pie del abismo donde te puede llegar a colocar la reiterada falta de sueño, el estruendo sin fin y, sobre todo, la impotencia de sentirse cautivo (del supuesto "derecho a la diversión") y desarmado (de leyes que posibiliten el impepinable derecho al descanso).

La contaminación acústica aparece casi siempre a la cabeza de los principales problemas ambientales de los andaluces en los Ecobarómetro de la Consejería de Medio Ambiente, por encima de preocupaciones como la suciedad de las calles o la falta parques y jardines, si bien no somos pocos quienes dudamos de que la aberración sonora sea considerada una mera cuestión ambiental. El ruido, repiten los expertos, es sobre todo una cuestión de salud: entre el 20% y el 30% de los pacientes que acuden al servicio de Otorrinolaringología del hospital Virgen Macarena sufren dolencias provocadas por contaminación acústica. Los efectos de una exposición continuada afectan al oído y al cuerpo por el impacto de las ondas sonoras. Y más aún: cuando el grado es muy intenso se produce la muerte de células nerviosas que ya no se regeneran, además de otros efectos colaterales como el estrés, el aumento de la tensión arterial, el insomnio o la aparición de conductas agresivas.

A todo esto, hace cuatro años se aprobó una ley, celebrada por muchos, que pretendía atajar la contaminación acústica y garantizar unos niveles aceptables de confort tanto en exteriores como en el interior de inmuebles y viviendas, con el acento puesto en la responsabilidad de los ayuntamientos, siempre tan quejosos de falta de normas. Aquel documento no trajo, como era de esperar, el final del ruido, sino el principio de un silencio reparador y cívico en sentencias como la de una familia del Puerto a la que su casa consistorial, acusada de pasividad, tuvo que indemnizar con 24.000 euros por los daños psíquicos sufridos desde 2000 por el bullicio de un pub, o el caso del regidor de Mairena del Alcor, imputado por un delito de prevaricación a raíz de un proceso iniciado por familias afectadas por el alboroto de una peña, o este de Escañuela, Jaén, en el que un matrimonio ha sido testigo de las llegadas nocturnas de sus vástagos sin necesidad de programar el antipático despertador o de colocar estratégicamente sillas detrás de las puertas.

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