Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

El secreto de un matrimonio feliz es encajar bien las derrotas. He sufrido una sonora. Presumía de que mi casa no tenía televisor, pero mi mujer pidió a los Reyes Magos uno y fue, sin duda, más buena que yo y se lo han traído.

En realidad, sí teníamos un aparato, sólo que perfectamente estropeado. A veces venía mi cuñada y lo arreglaba, pero enseguida se estropeaba como se esperaba de él. Una delicia. Si había que ver una película o algo, recurríamos a las tabletas (no es que fuésemos directamente amish).

Ahora el regalo de los Reyes revoluciona la casa, y afea la habitación con su ostentosa superioridad de ídolo. Otro ruido no me molesta para escribir y yo era capaz de terminar un artículo en un bar bullicioso de la era pre-Covid. Pero la televisión tiene algo adictivo y mareante, como los olores de un McDonald's.

Según la nueva normalidad, anoche mi mujer la puso a tope e inmediatamente se quedó traspuesta en el sofá. Mi despacho está puerta con puerta -corredera y abierta- con el salón. Yo trataba de escribir este artículo. Éste, no. Otro. Porque lo que oí me hizo cambiar. Presentador, entrevistadoras y entrevistados, todos, usaban un lenguaje plagado de palabrotas y ordinarieces. Con una pared por medio, sin ver las sonrisas, las luces y el atalaje, restallaban sin respiro.

No digo que la gente por la calle hable mejor, aunque habla mejor, lo que tampoco es difícil. Lo que pasa es que la gente no tiene la responsabilidad de estar en un medio de comunicación ni tampoco se cuela hasta el fondo de una casa particular a echar la pata por encima de la mesa. Esa mañana había oído en la radio un fragmento del NODO para conmemorar el aniversario de la vuelta a España en 1941 de la Dama de Elche y de la Inmaculada de Murillo; y me llamó la atención la limpieza del castellano campanudo del locutor. Era el destino, que me estaba preparando para el choque brutal. Al día siguiente, ayer, cuando me enteré del asqueroso rótulo que le han puesto en TVE a la Princesa de Asturias, no me extrañó. Ya lo había advertido el conde de Maistre: "Toda degradación individual o nacional es anunciada en el acto por una degradación rigurosamente proporcional en el lenguaje".

Quizá habría que encerrar el televisor en el cuarto de baño, pero, en todo caso, me va a servir de termómetro moral de nuestra sociedad. Como toda derrota, la aparición de la tele en casa me insta a luchar más y mejor.

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