Algún economista habrá hecho estudios muy precisos sobre el particular, con tantos por cientos y millones de euros calculados al céntimo, pero el fenómeno merece también un artículo más a bulto. Resulta que, además del IVA, del IRPF, de las tasas y los IBIs, de los impuestos de sociedades y los de transmisiones profesionales, hay otro impuesto que pagar al Estado. ¿Otro más? ¿Pero cabe? Sí, uno más, y cabe, aunque a duras penas.

¿Se han dado cuenta ustedes de la cantidad de horas que hay que trabajar en las empresas privadas para hacer cosas que solamente tienen sentido porque el Estado, en cualquiera de sus administraciones, las exige? Todo eso se traduce en sueldos de los trabajadores y en material de oficina, y en asesoramientos, y en gastos extra. A veces los trabajadores de una empresa particular pasan semanas recopilando datos que no tienen otra finalidad que una estadística con la que un organismo público se adornará en alguna presentación. Otras muchas veces es más sustancial y la empresa tiene que asumir el trabajo de recaudador de impuestos a su propia costa, aunque a favor de la Hacienda Pública o de la Seguridad Social.

En España no sólo hace falta una racionalización de los impuestos. Que hace mucha falta: el dinero produce más y mejor en las manos de los que lo sudan y, además, un régimen de adelgazamiento presupuestario permitiría orientar las prioridades de las administraciones, que gastan por encima de nuestras posibilidades. Pero también hace falta que las exigencias administrativas se adelgacen. Porque suponen un gasto de energía y de tiempo que las empresas tienen que asumir a cargo de sus propios balances, pagando los sueldos de trabajadores que no están, mientras tanto, sacando adelante cuestiones productivas de auténtico interés para el negocio. Sin contar el estrés añadido.

También nos pasa a las familias, que tenemos que dedicar un tiempo a trámites administrativos que ya querríamos ahorrarnos, en sentido metafórico y sentido literal. Sin embargo, al menos en esto todavía, las familias no sufrimos tanta presión como las empresas, y es justo reconocerlo. Los trámites burocráticos y las exigencias legales, salvo caso de muy evidente y justificada necesidad, tendrían que correr a cargo de las propias administraciones que los exigen. Nada más equitativo que los caprichos de cada cual se los pague cada uno de su bolsillo y se los trabaje él.

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