Tribuna Cofrade

Susana Esther Merino Llamas

Por siempre en la memoria eterna

QUERIDO Fray Ricardo: Con la noticia de tu marcha hacia esa morada celeste donde a ninguno de los que te conocimos nos cabe un ápice de duda que te encuentras, mis recuerdos han tomado las riendas del tiempo presente para demostrarme que sigues permaneciendo latente entre los que tuvimos la dicha y el honor de compartir contigo este tesoro más que preciado que se llama amistad.

Aunque bien es cierto que hacía algún tiempo que, quizá por ese manido pensamiento de “tengo que llamar a Ricardo un día de estos” y que luego no llegas a materializar, no teníamos tanto contacto, también he de confesar que en infinidad de ocasiones tu persona salía a relucir, como no podía ser de otra manera, por cosas buenas, como son las cosas de Dios.

La figura de tu madre y ese amor sin límites que por ella demostraste llegó a ser, en muchas de tus magistrales predicaciones, ese hilo conductor con el que eras capaz de hilvanar el mensaje del Evangelio con la realidad de lo terrenal para hacérnosla más cercana, como fuera cuando te plantaste en los medios del presbiterio de la Basílica de Ntra. Señora de la Merced Coronada, para predicar su novena. No menos quilates de buen hacer tendría tampoco la oratoria que desgranaste en cada jornada de quinario en mi Hermandad del Transporte, donde te ganaste, como siempre te pasara allá donde fuiste, el cariño, el respeto y la admiración de todos los que quedamos cautivados por la impronta de tu siempre acertada palabra.

Imposible es olvidar esas conversaciones tan enriquecedoras contigo, más de una vez en torno a una copa de jerez, sobre los diferentes diseños tuyos repartidos por el orbe cofrade andaluz que nunca sabrá cómo agradecer ese hermoso legado. Haber podido ver de primera mano los bocetos que esperaban a materializarse en mantos o en sayas para nuestras dolorosas, siempre bajo tu docta explicación, es de los muchos momentos que rememoro con una gratitud infinita; al igual que cuando me “reñías”, siempre desde el cariño más fraternal, cuando yo no acababa de ver, o mejor dicho, entender, otros estilos cofradieros que iban más allá de nuestra Andalucía Occidental.

Pero con esa personalidad tan arrolladora y la formación con la que contabas, las charlas contigo no sólo se limitaban a lo que concierne a nuestras hermandades y cofradías. Como buen aficionado, rara era la vez en la que el toreo no salía a colación. De hecho, cada vez que lo taurino se hacía presente, no dejabas pasar la ocasión para presumir de que estabas bautizado en la misma pila donde se bautizó el grande de Manolete, ahí es nada señores. Y fíjate lo que son las coincidencias, o no, pero te fuiste de entre nosotros el día después en que se cumplía el noventa y nueve aniversario de la tremenda cogida que le dio a Joselito El Gallo, el menor de los Ortega, la posibilidad de verse frente a frente y para toda una eternidad con la que llora de la manera más hermosa en San Gil, y a la que también tuviste el privilegio de predicar ante sus plantas, la Esperanza Macarena.

Aunque tu Reina de los Ángeles es la que te tomaría de la mano para que, desde ese palco de honor donde están los buenos como tú, pudieses vivir junto al Padre de esa coronación canónica con la que ya habrías soñado en esa catarsis de devociones que en ti se contenían.

Y por último decirte, aunque ya lo sabes, que mientras te dedico estas humildes líneas, los rosarios que me regalaste (uno de ellos de tu madre), y la Cruz de San Juan Pablo Segundo reposan sobre mi escritorio.

Lo dicho, querido amigo, siempre estarás en mi eterna memoria y nunca dejes de velar por los que aquí nos quedamos.

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