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Tribuna cofrade

Jaime Betanzos Sánchez

El viernes de todos los lunes

En una época en que todo está sujeto a la conveniencia según las circunstancias, hay citas que permanecen inalterables. El rito sin ensayo de cada lunes, siempre distinto pero semejante en las formas, es una prueba de que las cosas de Dios (no) pasan: podemos pasar de Dios o hacer que las cosas de Dios pasen. Esa libertad es la ejercida por los cientos de devotos que, semana a semana, pasan por delante del Señor para que los que pasan de pasarse se pasen alguna vez.

Y pasa que se pasan porque la fuerza de la fe se contagia. Y quiénes pensaban –e incluso piensan– que no hay nada más trascendente que lo que ven o lo que tocan, van a acompañar a otro –a su madre, a su abuela- y terminan tomándolo en serio. Creen en lo que tocan y tocan una madera caliente que no se astilla, que no se rompe, que siempre vence. Alcanzan la Cruz del Señor y, allí, bajo su túnica de Hombre penitente, le dejan todas sus cruces.

Se sienten aliviados cuando se van. Y vuelven. Siempre vuelven. Pasan los días y, cuando de nuevo es lunes, alguien les pregunta: ¿vas a ir a ver al Señor? Y llega un día en que no hace falta complemento circunstancial de tiempo ni de lugar porque la cuestión se vuelve más sencilla: ¿vas a ir? Es más, después de muchos lunes, basta con un ¿vamos? No es necesario hacer ningún plan. De hecho, ese es el plan de los lunes. Y que no intenten cambiárselo.

Así pasan las semanas. Y llega un nuevo año. Un nuevo mes. Y otro más. Y cuando marzo aún “febrea”, descuelgan el abrigo, recuerdan entre lágrimas aquel favor y van a agradecérselo. Y a pedirle por aquel que lucha desesperado contra el cáncer, por la abuela que –maldito Alzhéimer– perdió la memoria… E incluso van médicos que, despojándose de su bata blanca –“Señor, mi poder es limitado”- reconocen en Él al árbol que da la vida.

Así se funde la ciencia, la fe y la cera ante la mirada de la Madre dolorosa en la medianoche que, barquera de nuestra fe, nos lleva hasta el viernes de todos los lunes. El Primero de Marzo constituye la excelencia de la pragmática devocional jerezana: independientemente de lo que pase, todos pasan ante el Señor. Llueva, ventee o luzca el sol, la leal fila de devotos siempre remontará Jesús de las Tres Caídas, llegará a Belén y Santa Rita, desde Ponce de León, será testigo del Amor que Dios dio y nunca quitó.

La sobrecogedora y paciente espera se acompasa a la perfección con la alfombra de luces que preceden al Señor dentro del templo. Como una verdadera metáfora de la luz de la fe, cientos de velas iluminan un presbiterio gastado por el tránsito de tantos que nunca fallan. El Señor San Lucas escribe intrépido su Evangelio y San Juan, muy cerca, es testigo de la primera canonización de la Historia. Allí la Cruz, el arrepentimiento de uno y la prepotencia de otro. Cerca, más Amor cautivo. Y mientras todas estas calles, de ordinario solitarias, acogen a una multitud de pedigüeños agradecidos, continúa la conversión.

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