El mundo de ayer
Rafael Castaño
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Gafas de cerca
El himno ruso, el de la Unión Soviética, es embriagador. Evoca estepas, hielos y razas, grandeza surgida del sufrimiento. Evoca nación y destino común. Y la nación, precioso artefacto conceptual, es la plastilina más manipulable de los sentimientos del pueblo, la mayor palanca de la demagogia. La nación trasciende al natural pálpito comunitario, el de la tribu. Recoge sus glorias y sus miedos, sus complejos, sus mitos, y en nombre de ella se perpetra la reescritura de la Historia: los nuestros sobre todas las cosas; nosotros, mejores, nunca peores, somos los agredidos por los otros. Los canallas hechos santos. La nación es la madre de todos los despropósitos, más allá de los himnos. Rusia es nacionalista e imperialista, y no se para en zarandajas de foros internacionales: Rusia mete mano en el planeta. En sus zonas de influencia y dominio en el casco norte del mundo. Y también en otras, adonde realiza una labor de pirotecnia geopolítica sin encomendarse a dios ni ley algunos, o que no convengan a sus intereses. En el procés catalán han puesto sus acerados ojos, tan azules como asiáticos: la Audiencia Nacional investiga a dos espías rusos por llevar granadas en Cataluña; sus servicios secretos rociaron plutonio sobre un disidente en un restaurante inglés, liquidándolo; Puigdemont es bienvenido en su televisión pública declarando: "Venceremos". A la Rusia oficial le interesa la fragmentación europea en pequeñas naciones. Todo lo que debilite a Europa interesa al oso postsoviético.
En esta semana hemos sabido que, por dictamen de la Agencia Antidopaje, Rusia no podrá participar en los próximos cuatro campeonatos atléticos (eventos mundiales, fútbol incluido, Juegos Olímpicos) por haber seguido fiel a la máxima del socialismo real que prescribía que el deporte es esencial en el marketing político: atletas dopados por sistema y como táctica para su estrategia de gran potencia. La trampa en el deporte es un medio justificado por los fines de la patria; nada nuevo. Un asco que prostituye el juego en competición y la belleza que ello conlleva. Tal estrategia no es sólo desempeñada por Rusia, claro que no. Sucede que el régimen de Putin lo tiene claro como la nieve de Siberia, y no se somete a los melindres europeos. El fin no es que justifique los medios, sino que los medios no se avienen a separación de poderes alguna: están por encima de ella. Ilustración ni Ilustración: eso es cosa de perdedores. Más nos vale ir tomando conciencia de que el cosmos europeo democrático bien puede ser cosa de un mundo de ayer.
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