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DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

El penitente perfecto

YA me perdonarán ustedes la petulancia, pero soy el penitente perfecto o, como mínimo, un penitente perfecto. Lo del perdón no es una fórmula de cortesía: me disculparán porque, a fin de cuentas, un penitente perfecto no es un pregonero, ni un capataz, ni un hermano mayor, ni lo más grande, un costalero. Un penitente es el último de la fila o, en todo caso, uno más de la fila, y a quién le importa si es perfecto o deja de serlo.

Yo lo soy, lo reconozco. Penitente es quien hace penitencia y a mí el principal sentimiento que me despierta mi próxima procesión es la pereza. Se me ponen los vellos de punta. Si se cumple la costumbre y no se cumple el programa, estaré casi nueve horas por la calle, andando, parado, parado, parado y andando. Nueve horas, insisto. Uno no aguanta más de ocho horas seguidas ni siquiera durmiendo.

La Semana Santa me gusta y tengo mucha devoción por las imágenes titulares de mi hermandad, pero el penitente disfruta muy poco el desfile. Las imágenes sólo las atisba a riesgo de peligrosas contorsiones de cuello en algunas esquinas y a través de los dos agujeros diminutos y móviles del velillo. Si además es miope, las gafas -por la respiración dificultosa- acaban tan empañadas que ni en las curvas más abiertas.

A las tres horas de procesión, cuando uno ha avanzado unos setecientos metros más o menos, se le han quitado las ganas de mirar y sólo con un gran esfuerzo puede seguir rezando. Empiezan a dolerle los pies, las rodillas, los riñones, las cervicales y la cabeza. Los tímpanos los tiene destrozados por la constancia entusiasta de la banda de tambores y cornetas. Pasa frío y pasa calor, según dé el sol o sople el viento en las retorcidas callejas. Este año tendré el consuelo y el orgullo de llevar sobre la capa negra de mi túnica el lazo blanco contra el aborto, pero también tendré un año más. A las seis horas, cuando haya avanzado más o menos mil cuatrocientos metros, comenzaré a no sentirme las piernas. Lo sé por experiencia: llevo treinta y cuatro años procesionando.

Alguno a estas alturas del artículo me preguntará: "Entonces, ¿por qué sales, alma de cántaro?". Y ahí quería yo llegar, precisamente. (Quiero decir en el artículo, pues adonde quiero llegar cuanto antes es al templo, recoger la procesión, y hasta el año que viene, si Dios quiere.) Salgo porque no quiero salir. Si disfrutase sería un disfrutante, no un penitente, y uno pretende vivir la Semana Santa con pasión en el sentido evangélico del término. O por decirlo con las palabras que José María Pemán puso en boca del Cirineo: "Tocar tu cruz,/ y hacerme la ilusión de que te ayudo".

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