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Tierra de Nadie

Alberto Núñez Seoane

Rebuznos

El pobre burro no tiene culpa de nada. Emite el sonido que le es propio, el que le dio la madre Naturaleza: su voz, para ayudarse a comunicar con el entorno que le es próximo. Otra cuestión es la de los humanos que, habiendo sido bendecidos con el don del habla, renuncian al buen uso que de él debieran hacer para entregarse en brazos, no ya de la más grosera chabacanería, que también, si no del exabrupto cínico y torpe que, como pestilente ventosidad bucal, secuestra al sentido común, enfanga la educación y envuelve en fétido sarcófago cualquier atisbo de inteligencia.

Aspirar a ocupar un puesto relevante dentro de la ‘cosa pública’ no es sólo legítimo, es encomiable. Conseguirlo, admirable; siempre, claro, que las intenciones que nos lleven a luchar por alcanzarlo y las que nos guíen cuando lo hayamos logrado, sean, ante todo honestas, de vocación de servicio, con sana ambición y espíritu de liderazgo, también.

‘Lo’ que hoy tenemos dista mucho de parecerse a nada de lo que deberíamos tener. Puede, no lo sé, que sea lo que merecemos; pero puede también que la causa se deba a la falta, absoluta, de ‘materia prima’, a la permisividad generalizada ante lo mediocre. Cuando la excelencia escasea, lo vulgar triunfa.

Escucho, cada día, a altos funcionarios, consejeros, ministros o presidentes, de lo que quiera que sea, derramar incoherencias, inaceptables por sus importantes responsabilidades; excretar sandeces, inauditas a causa de desde dónde se dicen; escupir indecencias, propias del más soez de los barriobajeros.

Asisto, entre sorprendido y espantado, a un aluvión insoportable de incoherencias obscenas e insultantes; a un derroche de falsedad inadmisible; a un vendaval de bajezas, descalificaciones, agravios e indecencias, del todo insufrible. Y, las gentes, la ciudadanía, las personas que son y las que queremos llegar a ser, no sólo callamos, pero consentimos…

Cualquiera que invierta algo de su tiempo en pensar, sopesar y deducir sobre el estado de cosas que padecemos, puede llegar a la fácil conclusión de la indiscutible imposibilidad de llegar a puerto alguno que bueno sea. Queda fuera de lo factible por inalcanzable.

Si no fuese porque me invita al llanto, aprovecharía para reír. Tal vez, aunque no lo entiendo correcto, si me fuera posible, trataría de escapar, para tratar de olvidar… Mas, con las raíces bien agarradas a la tierra que me crió, en la que me hice humano -porque no se nace con esta condición-, la misma en la que fueron los que me hicieron ser, la misma en la que son aquellos que amo y están los que me importan; no puedo. Aún sin saber si quiero, no puedo.

Lo que hoy les escribo, créanlo, es inequívoco síntoma de lo que está por venir: nada conforme a lo que cualquier biennacido querría esperar. La barbarie, ayer con hachas y sangre hoy con vanidades, populismos y traiciones, volverá del revés un mundo por el que muchos dieron sus vidas, regalaron sus mentes prodigiosas, empeñaron titánicos y ejemplares esfuerzos, entregaron felicidades, esperanzas e ilusiones… Lo pagaremos, sin duda, muy caro.

La idolatría del ‘yo’ es nefasta y contagiosa, cuando la padecen quienes ostentan el poder, letal. Los sistemas políticos que, tras años de enfrentamientos, guerras, injusticias, y mucha sangre, adoptamos los que nos llamamos países civilizados, tienen sus cimientos en el respeto a los demás. Las leyes deben garantizar la protección al más débil, el cumplimiento de las obligaciones y la preservación de los derechos.

La Justicia tiene que regalarnos la confianza en conseguir la mayor proximidad a la igualdad. Sin embargo, el auge desbocado de prepotencias abominables, el engaño sistemático a las legítimas aspiraciones de las personas, la grosera justificación de medios, inaceptables, para alcanzar un fin demagógico y utópico; dan al traste con cualquier esperanza razonable de mejora sostenible en la calidad de la vida de esa mayoría, a la que gustan llamar ‘pueblo’, cuando la patética realidad es que la consideran un mero instrumento, manipulable, para saciar ansias inconfesables.

Dejemos al burro rebuznar tranquilo, es lo suyo y no hace daño a nadie. Evitemos que otros ‘rebuznos’ nos lleven a dónde sí, ¡sufriremos daño!

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