ESTE artículo se dirige a los lectores católicos de nuestro periódico que creo son un número muy grande, seguramente el mayor, y se escribe con todo el respeto debido a los lectores protestantes, ortodoxos, de otras religiones o agnósticos o ateos que obviamente piensan muy distinto de lo que expresamos en este artículo.
Ahora que la Sede Romana queda vacante por renuncia de su legítimo titular, el querido y Santo Padre Benedicto XVI, que ha gastado su vida y sus fuerzas en el servicio de la Iglesia, será bueno recordar lo que la Iglesia Católica cree y enseña acerca del pontificado romano, de su origen y de su autoridad.
La Iglesia cree que Cristo el Señor le dio a su Iglesia, cuyo fundador y fundamento es Él mismo, una constitución jerárquica al darles a sus apóstoles los poderes jerárquicos o autoritativos: la potestad de enseñar, la de regir y la santificar, que se corresponden con el triple oficio de Cristo: Profeta, Rey y Sacerdote, de que hizo partícipes a todos sus discípulos, pero de entre ellos eligió a Doce, a los cuales dio en plenitud las dichas potestades, creando así una jerarquía en el seno de su Iglesia. Según el Concilio de Trento no puede ser católico quien niegue la existencia de esta jerarquía. Pío VI condenó la doctrina galicana de que la autoridad se le había dado por Cristo a la totalidad de la Iglesia y que de ésta pasaba a los pastores, y San Pío X en su más que oportuna oposición al modernismo condenó la doctrina de que la aparición de la jerarquía en la Iglesia había sido el resultado de una sucesiva evolución histórica. En nuestros tiempos ya el Concilio Vaticano II tuvo a bien tratar con detenimiento la constitución jerárquica de la Iglesia, recogiendo y reafirmando cuanto anteriormente habían enseñado sobre este principalísimo tema los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, los Concilios Ecuménicos y los Romanos Pontífices. Cuán útil sería que los sacerdotes y los fieles fuéramos asiduos lectores del Concilio Vaticano II porque a veces escuchamos a buenas personas, influenciadas por el lefebvrismo, achacar al Concilio cosas que no dijo y es que sencillamente no lo han leído. La ignorancia suele ser muy atrevida.
Y es doctrina católica que así como Cristo instituyó la jerarquía eclesiástica al instituir el Colegio Apostólico, Cristo mismo al frente de ese Colegio apostólico, y por tanto al frente de toda su Iglesia, puso al Apóstol San Pedro.
Cristo prometió y luego confirió a San Pedro primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia. Pedro Lo hizo Príncipe de los Apóstoles, la Piedra sobre la que Jesús edificó la Iglesia y a quien le dio las llaves del reino de los cielos, con la potestad de atar y desatar. Cristo confirió a Pedro la misión de apacentar todo su rebaño, ovejas y corderos, y le encargó confirmar a sus hermanos en la fe. Pedro es el Vicario de Cristo, fundamento de la Iglesia, cabeza de la misma y principio visible de unidad.
La Iglesia Católica ha enseñado siempre que los obispos son los sucesores de los apóstoles, De la Iglesia Universal a su vez la cabeza visible es Pedro, haciendo las veces de Cristo en el gobierno exterior de la Iglesia militante y siendo por tanto Vicario de Cristo. Jesús el Señor, resucitado y glorioso, sentado a la derecha del Padre en el cielo es la cabeza invisible. Pedro lo representa, y es lo que queremos decir con la expresión Vicario de Cristo. El Concilio Vaticano I definió como dogma de fe que el apóstol San Pedro fue constituido por Cristo príncipe de todos los apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante, sobre la que tiene un primado de verdadera y propia jurisdicción, no simplemente de honor.
Este primado sería por voluntad de Cristo permanente y pasaría a los sucesores de Pedro. El citado Concilio Vaticano I señala como ajenos a la fe católica a quienes nieguen que por institución del mismo Cristo tenga Pedro perpetuamente sucesores en su primado sobre la Iglesia Universal. Podríamos recordar una frase de San León Magno cuando dice que así como perdura para siempre lo que en Cristo creyó Pedro, así perdurará para siempre lo que en Pedro instituyó Cristo.
Desde fines del siglo I aparecen claros indicios de la persuasión de que los obispos de Roma han sucedido a Pedro en el primado universal. San Ireneo, obispo de Lyon, martirizado en la segunda mitad del s. II, llama a la Iglesia de Roma fundación de Pedro y Pablo, y la mayor, la más antigua y la más famosa de todas las iglesias, y dice que por su preeminencia tiene que concordar con ella todas las comunidades cristianas del mundo. San Cipriano de Cartago, martirizado en el 250, llama a la Iglesia de Roma el lugar de Pedro, la cátedra de Pedro y la iglesia principal de la que nace la unidad sacerdotal. Y por no alargar, de la época de oro de la patrística, podríamos recordar a San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, San León Magno etc. todos los cuales presentan al papa de Roma como sucesor de San Pedro.
Los concilios ecuménicos II de Lyon (año 1274), de Florencia (año 1439) y el Vaticano I (año 1870) definieron que el obispo de Roma es el sucesor de San Pedro y ostenta la autoridad que ostentó el Apóstol en cuanto jefe del colegio apostólico y primado de la Iglesia.
En razón de este primado el Obispo de Roma, llamado Papa desde hace muchos siglos, posee la plena y suprema potestad sobre toda la Iglesia tanto en las materias de fe y costumbres como en las relativas al gobierno y disciplina de la Iglesia. Esta potestad del Papa es verdaderamente de jurisdicción o mando, no simplemente de consejo o inspección, y es por ello legislativa, judicial y coercitiva. Esta potestad es universal, es decir se extiende a todas las personas y comunidades que componen la Iglesia. Es también suprema, es decir no hay otra autoridad que esté por encima o al mismo nivel. La colectividad de los obispos reunidos sin el Papa no está por encima del Papa. Y es plena, lo que hace que el Papa pueda resolver por sí mismo todos los asuntos sin necesidad de recurrir y menos de atenerse al criterio de otra autoridad. Es potestad ordinaria, es decir va ligada a su oficio y no la recibe por delegación de ningún otro miembro de la Iglesia, incluyendo al conjunto de los demás obispos, y por último, es inmediata, es decir puede ejercerla sin instancia previa. De aquí se sigue que el Papa tiene derecho a tratar libremente con todos los pastores y fieles de la Iglesia, y todos los intentos que se han dado en la historia, y desgraciadamente en algunos sitios se siguen dando para que las decisiones papales necesiten el visto bueno de la autoridad civil son medidas persecutorias, contrarias al derecho a la libertad religiosa. Estas pretensiones de que la autoridad civil pueda ingerirse en el gobierno de la Iglesia no han podido menos que causar graves daños en el pasado y seguir causándolos allí donde se siguen produciendo.
En el Concilio Vaticano I la Iglesia definió como punto de fe la infalibilidad del Papa en materias de fe y costumbre cuando habla desde su cátedra, como supremo doctor de la Iglesia, sin que nadie pueda lícitamente dentro de la Iglesia oponerse a sus definiciones o intentar modificarlas o que se retracte.
De todo lo dicho se deduce que nadie puede dentro de la Iglesia Católica negarse a obedecer lo que el Papa determina y nadie puede seguir siendo católico si niega su asentimiento a cuanto el Papa enseña como doctrina de fe.
El sucesor de Pedro es por ello un tesoro de enorme valor para la Iglesia y no hay exageración alguna en el respeto y reverencia con que la Iglesia lo trata y lo venera. Y el Santo Padre Benedicto XVI que en su renuncia ha dado un tan claro ejemplo de humildad, de desprendimiento de cualquier afán de mando y de amor insigne a la Iglesia, ha redondeado su testimonio diciendo al marcharse que el nuevo Papa, que sólo Dios sabe quien va a ser, tiene desde ya toda su reverencia y obediencia incondicional.
Ahora, y hasta que sea elegido el nuevo Papa, lo propio es que los católicos recemos sin cansancio al Espíritu Santo para que ilumine a los cardenales electores y elijan a quien mejor sepa conducir al pueblo de Dios por el camino del evangelio en este siglo XXI en que nos encontramos inmersos.
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