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Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Desear o no desear

PASAMOS la vida, una parte tal vez excesiva de ella, anhelando, deseando o persiguiendo deseos, mientras… la vida, pasa. De tal modo nos obsesionamos que, por perder, perdemos el propio existir.

Me lo avisaban, hace muchos años ya, las palabras escritas en un sobrecito de azúcar que acompañaba, en el platillo, a la taza de un café que iba a tomar en el campamento. Estaba en el “Continente negro”, una de mis pasiones primeras, y no en orden cronológico, sentado frente a una maravillosa puesta de sol: cazaba África…: “La vida es lo que sucede mientras estás haciendo planes”, podía leer en el papel que envolvía aquel azucarillo; poco más tengo que decir, y no lo hago; pero sí me dio mucho que pensar, aquella verdad, que me pareció irrefutable, y lo hice… lo sigo haciendo.

Parte, sustancial, de lo que los humanos somos es “deseo”, ¿cómo no serlo? Anhelamos el amor, esperamos por la amistad, deseamos el roce con la piel que amamos, suspiramos por la hermosura, andamos tras la majestad del arte, no cejamos en maravillarnos con una melodía hermosa, los movimientos imposibles de la danza, el esplendor de una pintura, de una escultura…, nos extasiamos ante la sobrehumana magnitud arquitectónica de un puente infinito sobre el abismo, de un rascacielos eterno… Somos deseo, es así y, por que así es, somos como somos.

Abandonar el deseo es comenzar a morir; es un cerrar la puerta a los sueños, que no regresarán; es acortar el final del camino, llenando de sombras, sin luz, ese camino que nos conduce al final.

Nuestro ser es espíritu, anclado en las limitaciones de un cuerpo empeñado en someterlo. Un cuerpo egoísta, que pide y exige, que anuncia placeres, sí, y promete recompensa… sí, pero encadena, subyuga y, por último, arranca. Atención y cuidado son sus reclamos permanentes; invita, procurando privarnos de otra opción, a dedicarle prioridades; intenta, con incansable cadencia, copar, para luego fijar y después absorber, nuestro completo desvelo, nuestra devoción toda, nuestra incontestable dedicación.

El deseo es capote, y muleta, del cuerpo que habitamos: nos llama, nos muestra, nos incita…; pero es, también, banderilla, vara de picar y estoque de matar. Es a nosotros a quien toca elegir sitio en el coso: bien el del noble toro, bravo, terco y desbocado; bien el del diestro: calmo, selectivo e inteligente.

A veces, la intensidad del deseo es tan fuerte, que cuando la oportunidad cierta de su realidad está a nuestro alcance, sentimos un vértigo indomable, casi miedo, por la cercanía del momento en el que entrase a formar parte de nuestra cotidianeidad. El tiempo que vivimos con ansiedad, incluso angustia, esperando, puede alterar nuestra condición: cuando el deseo me supera, ya no soy el que desea, soy el que “vive deseando”, que, aunque pueda no parecerlo, es una actitud bien distinta. El “vivir deseando” no supone, sólo, esperar a que lo deseado ocurra, implica, también, que el que espera lo haga desde un estado, no de sosegada ilusión, sino más bien desde la zozobra, el ansia y la inquietud que provoca la posibilidad de que ese deseo nunca deje de serlo, y la consecuente negación de que pueda, en alguna ocasión, entrar a formar parte del mundo de quien, casi cercano a la desesperación, lo aguarda. Esta circunstancia que, como es propio de su naturaleza, condiciona a quien existe con ella, trasforma, y puede hacerlo hasta el trastorno, la esencia misma de lo que el deseo supuso en el instante en el que la conciencia que lo captó le dio vida en nuestro existir.

Ya está escrito: “Está más cerca de lo feliz quien menos necesita”. Esta afirmación, a la que no negamos acierto, nos podría llevar a suponer que la ausencia del deseo sería factor concluyente para hacer más asequibles las porciones de felicidad a las que pudiésemos acceder, pero esta es un postulado erróneo.

Cierto es que el no desear evita la frustración de una decepción, en este caso porque si nada esperamos, nada debiera desencantarnos. Sucedería, sin embargo, que el desencanto nos ocuparía porque nada habría que nos encantase.

La carencia de deseo, en su más general acepción, implicaría la falta de ilusión; privarnos de la ilusión es condenarnos, no a la desesperanza, a la “no esperanza”; sería ahogarnos en el gris de una rutina para la que no estamos hechos; sacrificar la fantasía de la sonrisa al conformismo burgués de sabernos a salvo del escozor de las lágrimas que duelen: las que son amargas; es renunciar a la posibilidad de lo imposible para domesticarnos en lo engañoso de una seguridad, por improbable, gratuita; sería arrinconar la audacia de poseer la osadía, renunciar al vértigo, saludable y tonificante, de creer en lo increíble, de abrazar espinas sin dañarte, de saberte tú en el reflejo que, desde el azogue del espejo, te contempla; sería ser como no somos.

No hay ilusión sin deseo previo que la conforme; no hay desengaño posible sin deseo malogrado; no hay humanidad en el existir sin deseo que la ilumine; no hay pena si no hay esperanza… sólo la pena, infinita, de no tenerla ¿Desear o no desear…?, ¿desear, o “sólo” desear el deseo, o desear no desear…? Yo, les deseo lo que ustedes deseen.

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