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Bajo el volcán

El yacimiento de la Campania ofrece un muestrario sin parangón de la vida en el mundo antiguo

Mientras esperamos el anunciado ensayo de Manuel Gregorio González sobre el descubrimiento de Pompeya y Herculano –sin olvidar la menos castigada Estabia, donde se refugió y encontró la muerte Plinio el Viejo– por el ingeniero aragonés Roque Joaquín de Alcubierre, uno de los grandes hitos de la ciencia española y de la historia universal de la arqueología, promovido por el sabio rey de las Dos Sicilias, nuestro futuro Carlos III, la primera y más famosa de las ciudades desenterradas continúa aportando hallazgos que se suman a los muchos ya conocidos. Suele recordarse que un tercio aproximado del solar que ocupó Pompeya sigue pendiente de excavación, de modo que las posibilidades de que continúen aflorando restos son muy altas, no sólo los tesoros que ambicionaba la Corona en el XVIII, de acuerdo con la mezquina acusación de Winckelmann, sino los innumerables vestigios de muy distintos órdenes, igualmente valiosos para los historiadores, que desde entonces no han dejado de salir a la luz, convirtiendo el yacimiento de la Campania en un muestrario sin parangón de la vida en el mundo antiguo. En los últimos años recordamos haber leído del análisis de huesos que esclarecen las causas finales de las muertes, más relacionadas con los gases y las cenizas que con los piroclastos, e incluso de la improbable atribución de uno de los cráneos localizados en Estabia al mismo Plinio, o también, en una vía de investigación muy prometedora, de un ingenioso programa de inteligencia artificial –no todo van a ser disgustos en este terreno– que permitiría leer los papiros carbonizados de Herculano. De vuelta a Pompeya, acaba de anunciarse el reciente descubrimiento de un elegante salón de paredes negras donde se representan escenas mitológicas –Leda y el Cisne– o del ciclo de Troya –Apolo y Casandra, Helena y Paris– que dan fe de la omnipresencia del repertorio griego en las artes decorativas. La pintura, el urbanismo, los oficios, los usos eróticos, la vida cotidiana, son tantas las cosas que conocemos mejor de la civilización romana gracias a la inmisericorde lava del Vesubio –por ejemplo, en un plano menos espectacular, la fecha de la erupción, el año 79 d.C., ofrece testimonios precisos sobre la evolución fonética del latín vulgar, es decir la lengua realmente hablada, a partir de los célebres grafitis– que hay que agradecerle al volcán, aunque no pensarían lo mismo los más de dos mil habitantes que no huyeron a tiempo, su acción en parte benéfica, a la vez destructora y conservante, responsable de la milagrosa preservación directa, sin interferencias posteriores, de un mundo suspendido que sigue moviendo al asombro.

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