Política poética

JRJ asimila al pueblo, en su versión más genuina, a una verdadera “aristocracia de intemperie”

Gracias a una amiga muy querida, la gran filóloga Soledad González Ródenas, que acaba estos días de preparar una nueva edición de Guerra en España de Juan Ramón Jiménez, el memorable libro testimonio donde el poeta de Moguer, tan cuestionado por su aparente desdén de las cosas del mundo, quiso dejar constancia de su compromiso con el país –patria y matria lo llamaba– del que se vio obligado a exiliarse, volvemos a leer la famosa conferencia El trabajo gustoso. Como señala la editora, las palabras de Juan Ramón, cuya primera redacción es casi inmediatamente anterior al inicio de la Guerra Civil, se titularon en un principio Política poética–así en la edición original del 36– y fueron dictadas en varias ocasiones desde que él y Zenobia salieron de España. En esta y otras conferencias de esos años, tan importantes para entender su pensamiento no sólo lírico, su idealismo “ético-estético”, trató un escritor cada vez más desubicado –y dolido por la incomprensión– de conciliar su individualidad irrenunciable con una preocupación social que no le fue en absoluto ajena, como admirador de don Francisco Giner y heredero de los valores institucionistas, ya entonces anticuados pero siempre fecundos, y también como ciudadano leal –aunque no partidario ni militante– a la República en armas o luego derrotada. Son textos todos traspasados por la guerra y la experiencia personal del destierro, pero contienen ideas que no han perdido vigencia en una edad muy otra, pues los males que denuncian –la crisis del espíritu, el “retruco progresista”, la proliferación de “necesidades innecesarias”, la religión de la máquina– no han hecho más que acrecentarse. Con razón suelen citarse los pasajes donde Antonio Machado, con su propio nombre o el de Juan de Mairena, celebra las virtudes del pueblo, pero se conocen peor los que Juan Ramón, tan lastrado por su fama de cantor exquisito, dedica a ese mismo pueblo –el español, como precisa a menudo– que en su versión más genuina se asimila a una verdadera “aristocracia de intemperie”. Para ejemplificar el “trabajo gustoso”, que desde luego comprende el de los poetas, cuando no se limitan a ser meros ingeniosos o portadores de consignas, el conferenciante cita cuatro ejemplos andaluces: el jardinero sevillano, tan apegado a sus hortensias que no puede desprenderse de ellas; el regante granadino, enamorado del agua; el carbonerillo de Palos, que cuida de su burra hasta el último aliento, y el mecánico de Málaga, que trata a los autos con el mimo aplicado a los seres vivos. En ellos reconoce esa finura, esa “belleza moral” que debieran fomentarse y de las que estamos hoy quizá más lejos que nunca.

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