Federico Soriguer

La hora tonta

La tribuna

La hora tonta
La hora tonta

21 de mayo 2023 - 01:30

Me cruzo en la calle con un viejo amigo, militante de un partido político. Tras los saludos y parabienes de rigor me recuerda muy amablemente el momento histórico que atravesamos y la importancia de tomar partido. Las elecciones están próximas y está en campaña. Se lo hago ver y también, con cierta ironía, que desde mi situación de jubilado el mundo se ve más lejano y el tiempo pasa más despacio. Pero, jubilado o no, estoy a en el mismo mundo real desde el que mi colega emerge, el mismo en el que en unos días debo tomar una simple decisión, pues no puedo votar por partes ni los programas ni las candidaturas, por lo que cuando meta la papeleta en las urnas tendré que tragarme todos los sapos que acompañan en el mismo paquete las promesas electorales, más allá de las ideologías que las alimentan. Unos, los socialdemócratas, con los que ideológicamente, así en abstracto, puedo estar más cercano, van a pactar con Bildu, lo que me repugna especialmente después de que estos no hayan tenido empacho en llevar a convictos en sus candidaturas, y los otros, los conservadores, pactarán con la extrema derecha, ufanos herederos de la dictadura y representantes de esa internacional que tiene en Trump a su más poderoso, peligroso y extravagante representante. Pero esto es lo que hay. Aquellos, los socialdemócratas han desarrollado leyes interesantes desde una perspectiva social, pero otras, promovidas por sus aliados de Podemos, inaceptables al haber conseguido llevar las tesis precientíficas de los movimientos antirealistas posmodernos, al BOE. Tampoco ayuda mucho la apropiación en exclusiva del patriotismo y de la libertad por los conservadores ni la insensibilidad ecológica ni su displicencia ante la creciente desigualdad social. Ni el escaso respeto que en el fragor de la batalla política, unos y otros muestran por las formas democráticas. Un desaliento que alcanza también a instituciones imprescindibles, como el poder judicial, cuya ejemplaridad, fundamento mismo de su autoridad, deja mucho que desear. Y aquí estamos navegando entre contradicciones irresolubles. Es en estos momentos en los que conviene recurrir a esos amigos que nunca fallan, que han pasado por la historia y pensado sobre ella, esos amigos que te acompañan incansables en algún rincón de tu biblioteca, ofreciéndote una palabra amable, un consuelo, un consejo, una reflexión profunda, sin pedirte nada, desde ese mundo que Popper llamó el Mundo 3, ese mundo contenido en los libros y bibliotecas, donde residen las ideas, las reflexiones, las dudas de quienes han pensado a lo largo de la historia humana sobre cosas que nos parecen nuevas pero que no lo son tanto. Unas ideas, otros mundos, otros hombres y mujeres, muchos más de lo que puede abarcar una sola vida, siempre corta. Una vida, ahora potencialmente expandida gracias a que, esos mundos externos, anteriores, localizados en ese espacio inmaterial que Bartras llama exocerebro, son ahora también, al recordarlos, tan propios como nuestro corazón o nuestros pulmones y sin los que solo seríamos un animal más, con solo un pasado filogenético pero no cultural. Unos mundos que nunca fallan, pues están ahí siempre esperando que los necesites, que los consultes, momento en el que tiene lugar ese encuentro mágico, único, de la resurrección de los muertos, de su alma que no de su cuerpo, de sus ideas, de su memoria imperecedera. No podría, aunque quisiera, en una columna de unos cientos de palabras invocar a todos aquellos que vienen en mi ayuda en los momentos más necesarios. Viejos conocidos que a veces se presentan sin que se les llame, como ahora con Francisco Ayala, del que un buen y admirado amigo, el profesor Antonio Jiménez Blanco, me envía la reseña que ha publicado en El Liberal sobre un homenaje recientemente realizado a su memoria en la Facultad de Geografía e Historia de la Complutense, reseña de la que destaco algunas referencias sobre Ayala: un “hombre poliédrico”, “una isla de razón vigilante”, “imposible de clasificar”, un “social liberal o un liberal social”, “un escéptico ilustrado”... un ciudadano sin adjetivos, en fin, añadiría aquí, que ya es difícil ser un buen ciudadano. Ayala, ahora, de súbito, pero también Cajal, Unamuno, Marañón y tantos otros que vivieron momentos mucho más convulsos de la historia de España, muertos ya y por eso irrepetibles, testigos impasibles de nuestro presente, resurrectos cada vez que volvemos hacia ellos la mirada, inmunes a la vorágine de los fake news, al ruido y a la furia del presente. Unos viejos conocidos que nos ayudan con la ejemplaridad de su pensamiento diverso, a ese ejercicio imprescindible en toda democracia como es el de resumir todo el mundo complejo y analógico, propio de la vida diaria de la sociedad humana, en una decisión binaria (banco o negro) de una papeleta. Una simplificación tan burda, tan pobre, tan tonta, ¡tan inevitable e imprescindible!, que solo por eso debería llevar a los partidos ganadores y a los perdedores a bajar el tono, a reconocer su triste condición de instrumentos binarios y digitales de una sociedad analógica y compleja, que puede y que debe con solo levantar o bajar el pulgar reconsiderar la pobre y burda elección. Porque la grandeza del procedimiento no está en a quienes votamos sino si los podremos descabalgar así que pasen cuatro años, como bien recordaba Popper en La Sociedad abierta y sus enemigos. Sí, como decía mi amigo el paseante, se acerca la hora de decidir. El problema es qué. Y es esta duda el último refugio del ciudadano.

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