Las enmiendas presentadas por el PSOE para la toma del Tribunal Constitucional desarticulan los exiguos mecanismos de control que regían hasta ahora la elección de sus Señorías. Por un lado, para el CGPJ ya no será necesaria una mayoría de tres quintos para designar a los nuevos miembros del TC; y por otro, desaparece el requisito de verificación de los nuevos magistrados a cargo del propio TC. Y al magistrado que se niegue o resista, imputación penal al canto. Esto, que a tenor de las reacciones, a la mayoría de los españoles le trae al pairo, es el inicio de la tormenta perfecta que se cierne sobre el Régimen del 78, ese que con todos los peros que le queramos poner, nos ha traído paz y prosperidad. La rebaja de la sedición, la malversación sólo para casos concretos y la colonización de poder judicial se tornan imprescindibles para quien quiera poner dentro de la ley futuros referéndums de autodeterminación. Con un TC ahormado al poder ejecutivo, cualquier interpretación y su contraria del texto constitucional, será bendecido si le conviene al Gobierno. Todo ello, más allá del atropello jurídico y constitucional, tendrá unos efectos letales que veremos desde bien pronto y se alargará décadas: el deterioro aun más insoportable de la convivencia política y social, el enfrentamiento entre territorios, la polarización y el control político de hasta el último rincón de nuestra vida privada.

Cuando en 1985, el PSOE asestó el primer golpe al Poder Judicial, Alfonso Guerra dijo aquello de "Montesquieu ha muerto". El PP - maldito complejo- no hizo nada para revertirlo a pesar de haberlo prometido. Ahora, el Gobierno, una vez Montesquieu llevaba más de 25 años reposando sus huesos en el infierno de la separación de poderes, parece que quiere profanar su tumba. Al fin y al cabo, estos tienen experiencia sobrada.

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