No hay día que no pase por lo que fue el cine Lealas, hoy santuario del jaramago, la lata oxidada y el olvido.

Nos quedamos sin cines. Ya no resta sino el recuerdo de los que tuvimos la suerte de pisar alguna de aquellas salas coquetas y tan acogedoras que olían a ambientador y aire de cine rancio, a palomitas envasadas, nada que ver con esas máquinas que despachan cajas de cartón con palomitas para toda la familia, la familia de tus vecinos y los primos segundos que viven en América.

El circuito de los cines se fue muriendo o lo mataron. Ahora no hay más que eso, flores silvestres, fachadas que son lápidas y epitafios. Locales cerrados a cal y canto con pintadas reivindicativas que ensucian el pasado y, además, a casi nadie le importan.

Antes ir al cine tenía su liturgia y significaba tal vez la primera cita, el inicio de un amor, una caricia en la complicidad penumbrosa de la sala de una película quizá muy aburrida, o muy buena, pero que sucumbía a las urgencias y los besos.

Y todo eso, claro, también fue herida de muerte para un centro que es un cadáver, sin vida, sin gracia y sin el ambiente ni los espectadores que salían de ver la película en busca del coche, un taxi o un trago que echarse al coleto.

No hay cines, no. El Riba no es más que un recuerdo lejanísimo, El Jerezano un muerto, el Lealas un descampado ominoso, el Delicias otro muerto que cualquier día se convierte en escombros y nuevo sembradío de malas hierbas. Y así el Valeria, el Tempul y tantos otros que ya no existen

Ahora uno va esos cines modernos, de pantallas brutales y sonido ensordecedor, cómodos, pero desangelados, de butacas confortables pero sin el tacto de antaño. Son cines, sí. Pero solo eso: cines. Sus parientes han quedado relegados al olvido o al recuerdo de quienes amábamos la moqueta, la palabra ambigú y el abrigo de sus sombras.

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