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Andalucía

La recaída

  • Compartimos una sesión de terapia con antiguos bebedores azotados por la crisis, el desempleo, la soledad, el dolor, la pérdida y la sombra del regreso a los días sin huella

La imagen que ilustra esta página es un momento cumbre en la obra de Billy Wilder. Pura narración. Cinco círculos, que son los círculos que dejaron cinco vasos de whisky, describen una derrota. Pertenecen a Días sin huella, vieja película que relata el abismo de un alcohólico. Ray Milland acaba de empeñar su instrumento de trabajo, una máquina de escribir. Cambió su Underwood por una copa y otra.

"Prometí y juré que nunca volvería a beber más, me parecía sencillo. Tenía una historia de amor con el alcohol, me hacía fuerte, pero luego me hacía débil. El alcohol se puede dejar, me decía, y no entendía, entonces, por qué yo, un hombre que tenía una vida hecha, una buena vida, no podía prescindir de él cuando yo decidiera". Es Alberto Matilla, terapeuta de un grupo de bebedores, una decena, que se encuentra esta tarde en una sala de la asociación ARCA, en Cádiz. Hay cinco hombres y cinco mujeres. Al entrar he dado las buenas tardes, se me ha contestado musitando, he firmado un papel garantizando la confidencialidad y me he sentado en torno a la mesa en la que vamos a hablar de malos rollos. En la pantalla hay un cerebro de varios colores. Matilla está explicando a personas desesperadas cómo es la recaída, cómo es posible que se conduzca un deseo por un lugar del cerebro que no pasa por la razón ni la lógica, que pasa por otro lado, un atajo que lleva al sistema límbico, el del placer rápido.

No conozco a estas personas. Sé lo que respondieron algunos cuando les preguntaron que por qué bebieron hasta el delirio. Muchos de ellos, no sé cuáles, contestaron que "el día que me echaron del trabajo, ahí empezó todo". Otras contestaron, tampoco sé cuáles, con un qué podía hacer. Siempre a la sombra de un hombre -un padre, un marido- que las despreciaba con una mirada de ponme la comida en la mesa. Son cuestiones de libro, todos las conocemos, todos hemos oído estas historias. Para mí, la novedad es que todo eso está en torno a esta mesa, aunque no puedo atribuir una biografía a cada rostro.

Pero el que está hablando es A., un hombre de rostro apacible, entrañable, y está pidiendo perdón. Perdón porque ha fallado al grupo. "Recaí la pasada semana. Me tocaron 25 euros en la primitiva y le di 15 euros a mi mujer, me quedé el resto y compré un cartón de vino". Matilla no quiere desvelar el pasado de A., las circunstancias en las que llegó a esta terapia y a esta asociación, pero encuentra un hilo para explicar al resto de los presentes que A., que había salido adelante, que había vuelto a disfrutar de sus hijos y nietos, había caído sin saber por qué en un cartón de vino el jueves, y el viernes otro. A. se justifica diciendo que bebió, "pero no me mareé". Está avergonzado y al resto del grupo le debe correr por la espalda un calambre, la sensación de que quizá caeré, cuándo caeré. Al menos, eso intuyo a la sombra de este cerebro con una gran flecha que se salta razonamientos para ir a la autopista en la que se distribuye placer rápido. "No somos libres", recuerda el terapeuta.

No lo es L. cuando se decide a tomar la palabra para explicar que como las latas de Coca Cola y de Cruzcampo son tan parecidas, "el otro día en una barraca me pusieron cerveza y tenía tanta sed que bebí sin darme cuenta". Habla de los malditos dolores, provocados por el exceso de alcohol de otros tiempos, que tiene en las piernas, que a veces le dejan inmóvil y que odia con toda su alma el alcohol, pero, sin decirlo, parece expresar, embarullándose, que hay momentos en que no conoce más aliado que su enemigo.

Estas confesiones provocan inquietud en los otros silenciosos oyentes. La noche está cayendo fuera y estas personas están convencidas de que juntos pueden con ella. Que detrás de todos estos años de noche, de todos estos años de tanta borrachera de mierda, hay más cosas. Admito que estoy pasando un mal rato y temo a la próxima persona que pida la palabra.

Lo hace S., una mujer con la mirada quebrada. Ha perdido recientemente su referencia, a su padre, casi de súbito, y pensó en regresar a la botella, tal y como les había contado Matilla: "Un momento de estrés, de dolor, de bloqueo. Entonces lo que te pide tu cerebro, este kilo y medio que tenemos en la cabeza, es coger los atajos". S. se mantiene firme: "No quiero probar el alcohol porque fue lo que me separó de él, lo que me privó tanto tiempo de él. Y puedo tener tentaciones, pero busco alternativas. Anoche le escribí una carta a mi padre".

En la asociación ARCA creen que se está incubando una desolación inmensa entre muchas víctimas de esta crisis económica cuya estación término es el alcohol. El power point exhibido en la terapia, diseñado por Gilbert Rahola, catedrático de Farmacología del Departamento de Neurociencias de la Universidad de Cádiz, describe caminos neuronales, invasiones de placer y olvido, de sedación, en la que el alcohol se enseñorea cuando las cosas no funcionan.

A mi alrededor tengo una decena de personas a las que las cosas no les han funcionado. El terapeuta describe cómo levantar empalizadas contra la recaída, se puede hacer, pero sospecho que sabe quién recaerá y quién no, quién tomará el atajo. Cinco círculos de vasos de whisky. En la pantalla se mantiene el cerebro de colores cuando se despiden los asistentes. Pesa kilo y medio. Ahí se van con su kilo y medio de dudas y miedos. Ya es de noche y las noches son siempre largas. Cada noche más sin beber es su victoria, su rebeldía.

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