Hablando en plata

Historias flamencas: Desconocidos virtuosos

LA historia del flamenco está llena de nombres egregios, de nombres y apodos de conocidas figuras del flamenco que triunfaron en todos los escenarios del ancho mundo, cantando, bailando o tocando la guitarra. Gente que siempre triunfó allá donde actuara, hasta en los más apartados confines a donde llevara nuestro arte. Ellos fueron los que le dieron forma y universal dimensión al flamenco, los que le hicieron grande, al par que ellos se engrandecían a sí mismo.

Pero lo que muchos ignoran es que al par que los famosos, junto a ellos, también existieron otros muchos no menos artistas, no menos sabios, tan importantes o más, pero que fueron  prácticamente desconocidos de la mayoría de los aficionados, porque no quisieron vivir la vida de artista, porque no les gustaba y, por lo tanto, se conformaron con quedarse en su pueblo, en su casa, con su gente y sus más cercanos seguidores.

Libremente optaron por renunciar a una vida que les parecía dura, siempre de un lado para otro, rodando de teatro en teatro, sala de fiesta o café cantante. Viajando casi continuamente, dejando a la familia y a sus amigos, para poder vivir de su arte.

Así conocimos a más de uno que, a pesar de irles bien formando parte de incluso grandes compañías, lo dejaron todo un día, para volver a casa y vivir de las fiestas privadas de los señoritos, en las ventas, cortijos y bodegas. Una vida de artista que llevarían, en delante, junto a otros no menos artistas, pero que jamás quisieron abandonar a los suyos y que sólo vivían de las reuniones y fiestas privadas, organizadas por los señoritos. Así, en Jerez, se daba la circunstancia de que esos virtuosos desconocidos eran tantos o más que los llamados profesionales. Pero a los que no les faltaba la ocasión de demostrar su valía, ante que pagaban sus juergas.

Y aquí podría poner una interminable lista de nombres, muchos de ellos desconocidos de la mayoría, y que, por lo tanto, no aparecen en los libros de los flamencólogos y eruditos. Gente todavía más desconocida que “El Sota”, cantaor jerezano, y uno de los maestros del mismísimo don Antonio Chacón , especialista dicen del cante por serranas; o Pablo de Jerez, que llegó a cantar junto a Juan Breva, en 1885, en el Teatro Circo  “Gran Capitán”, de Córdoba, acompañado a la guitarra por Paco de Lucena. Y de la propia Luisita Requejo, tan guapa como simpática cantaora, llamada en realidad Luisa Gallego Víctor, hija como Chacón, de un zapatero, conocido como “El Cojo Recojo”.

 Eran tan figuras como las más renombradas, pero solo se atrevían a ir de turné de tarde en tarde. El resto del año lo pasaban aquí en Jerez, en su tierra, junto a los suyos, saliendo cada noche a buscarse el condumio del día siguiente, como El Troncho, Tío Cabeza, El Batato, Tío Borrico, el guitarrista Morales y otros, que cada noche iban en grupo, generalmente andando, hasta la Venta de Benjamín, hasta la de Maribal o La Pañoleta, en el Parque; o algo más lejos, la llamada Venta del Moro, por allá por el Puente de los Alunados.. En estos lugares fácilmente  les salía cada noche una fiesta, con la que poder seguir manteniendo a los suyos, gracias a quienes buscaban algo más que vino y mujeres.

Otros de estos desconocidos virtuosos eran buscados en su propia casa. Alguien les avisaba para que acudieran a determinado lugar, para cantar, bailar o tocar la guitarra, incluso algunas veces les enviaban un coche, si la fiesta era en el campo o en una bodega. Quien esto escribe tuvo ocasión, como aficionado invitado, de participar en muchas de estas fiestas, como en las que a diario celebraba el inolvidable gran aficionado don José Cantos, en la que nunca faltaban  los mejores festeros, bien en algunos de los locales anteriormente citados,  o en sitios, por ejemplo, como el bar “El Callejón” de la Lancería y “La Valdepeñera” de la calle San Pedro, ambos ha tiempo desaparecidos y de cuyas fiestas podría contar numerosas anécdotas. Allí tuvimos la oportunidad de conocer y poder escuchar, en la sana reunión del llamado cuarto de los cabales a tan excelsos desconocidos, pero que cantaban mejor que algunos profesionales de los que iban por los teatros o las plazas de toros. 

Y ya de madrugada, cuando regresaban a sus casas, los flamencos de Santiago se pasaban antes por el bar “La Fábrica” de la calle de la Justicia, a comentar el resultado de sus actuaciones, pagadas por los señoritos que acudían a las ventas. Sus historias, sus vivencias, eran de lo más variopintas. Unas veces te hacían reír y otras te encogían el corazón.

 Eran tiempos en los que la vida estaba muy mala y los flamencos se arrimaban a un ascua ardiendo, con tal de poder comer todos los días; aunque había veces que para cobrar una juerga hubiera que estar detrás del señorito, días y días, buscándole por los casinos o yendo a sus oficinas.

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