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Hablando en plata

Historias flamencas: Las primitivas tonás y otras viejas tonadas

Decía Ramón Gómez de la Serna, que además de ser un prodigioso escritor, era un gran aficionado al flamenco, que los primeros cantaores que triunfaron, que fueron El Fillo y El Planeta, lo que más cantaban, después de la caña, eran las primitivas tonás, de cuyo tronco se derivaron otros muchos cantes, viejas tonadas que se convertirían en seguiriyas, soleares y martinetes.

Las tonás eran coplas de las antiguamente llamadas “de mucho laberinto”; cante puramente andaluz, que los gitanos engrandecieron y que poseían, en origen, una ligera y lejana influencia de los cantos sinagogales judíos. Cantes flamencos antiquísimos, cuyo esplendor deslumbraba a los aficionados más exquisitos y hacía temblar a los cantaores más entendidos.

Las veinticinco tonás las llamaban, porque se decía fueron 25, aunque otros aseguraban que existieron más de una treintena. Lo cierto es que fueron perdiéndose con el tiempo, hasta nada más quedar siete de ellas; conocidas por la toná del Cristo, la toná de Tio Perico Mariano, la toná de la túnica, la del brujo, la del Cautivo, la Grajita y la de Blas Barea; así como la más solemnísima y principal de todas ellas, a la que se la llamó la toná grande; que no era ni mucho menos la primitiva toná grande.

Estos cantes fueron perdiéndose con el paso del tiempo, hasta quedar tan solo tres: la toná grande, la toná chica y la toná llamada del Cristo, que Manuel Torre adaptara para macho de su saeta, nacida también, al parecer, de una de las antiguas tonadas que todavía se cantaban a finales del siglo XIX.

Las tonás pertenecen al grupo de cantes antiguos que se cantaban sin acompañamiento de guitarra. Por eso eran, y son, cantes mucho más duros que los que son aliviados con la música de dicho instrumento. Incluso hubo cantaores que ellos mismos se acompañaban con la guitarra, tales son los casos de El Planeta y del malagueño Juan Breva. Especialmente los cantes granadinos y malagueños disfrutan de una melodía mucho más dulce que los que descienden de las viejas tonadas. La granaína, la media granaína, la malagueña, los verdiales, todos los agrupados bajo la denominación de cantes de levante, son más floridos y melismáticos que los descendientes de las tonás, como los martinetes, carceleras, serranas y livianas.

Entre todos los cantes, sean o no descendientes de tonadas, parece destacar actualmente, sobre todos ellos, la soleá  que cada intérprete ejecuta en alguna de sus conocidas variantes, como la de Alcalá, o de Joaquín de la Paula;  la de Paquirri el Guanté, de Cádiz; la soleá de los alfareros de Triana y otras soleares naturales o personales. Un cante al que muchos han definido como la madre de todos los cantes. Sobre todo para bailar, ya que es uno de los que más se adaptan al baile y que, prácticamente, parece ser que nació como cante bailable. Aunque todo esto parezca no ser más que elucubraciones, teorías más o menos acertadas; ya que lo que si es cierto es que en su mayor parte los cantes, todos, sean los que sean, parecen provenir de las antiquísimas tonás, o tonadas, desaparecidas hoy día, para siempre, muchas de ellas y otras conocidas con otros nombres.

Todo esto viene a demostrar  la indudable riqueza del cante flamenco, capaz de adaptarse a otros giros, compases y melodías, sin salirse nunca de sus raíces, sin perder la fuerza natal que le sostiene; proceda de donde proceda o lo cante quien lo cante. Porque el flamenco puede decirse que tiene vida propia, que goza de indudable capacidad de mimetismo sonoro, de evolución y capacidad para poder transformarse; de lo que resulta una música totalmente viva y siempre en trance de cambiar, con arreglo a los tiempos y a los intérpretes; por lo que el cante de mañana no será nunca el de hoy, ni el cante de las tonadas de ayer que, claro está, ya pasaron a la historia.

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