Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Jerez íntimo

¿Qué sucedió en Jerez aquella mañana del 5 de enero de 1959?

Juan Antonio Romero, en la puerta de su peña, repartiendo bolsas de comida.

Juan Antonio Romero, en la puerta de su peña, repartiendo bolsas de comida.

Año de Gracia del Señor de 1959. Amanecía la jornada bajo un cielo encapotado de neblina. Mañana de 5 de enero. Jerez despertaba blanca y gélida, como inmersa en un cuento de Charles Dickens. La algarabía colegial continuaba brillando por su ausencia poco después de las nueve de la mañana. Los colegios cerrados a cal y canto. Epilogo de la Navidad. El frío hacía furor. Calaba los huesos. Se colaba de rondón en las entrañas de la osamenta. La temperatura -glacial- era como una privatización del verbo tiritar. Los niños de san Ildefonso ya habían aportado dos semanas atrás, el día 22, la cantinela de fondo de los comercios más modestos. Siempre el transistor sobre los mostradores. Ahora de nuevo la esperanza regresaba con su latido bienhadado. La frase manida, como un eco unánime, se repetía al unísono, como en una apuesta plácida por la segunda oportunidad: “A ver si este año toca”. Pero no caía la breva. Ni a la de tres. ¿Seguro que no? Aquel día se jugaba la lotería del Niño, con su pronunciamiento ingrávido, como un globo infantil que asciende a las alturas imprecisas de un patio de vecinos sin techumbre.

El centro de la ciudad exhalaba un vaho bajo cero. Las abuelas madrugadoras ya solicitaban unos abrigos más recios para los nietos. Tocaba estrenar ropa de invierno en estas fiestas tan familiares. El 5 de enero siempre genera expectación. La calle Bizcoheros tenía trazas de prolongación de un verso navideño de Luis Rosales. Los niños tallaban nervios de Reyes Magos a 24 horas vista. Y, tal la mañana de ilusión del 6 de enero, saltaban -como en poética coreografía- pronto de la cama. Muy temprano. Enseguida se arremolinarían en los butacones de orejeras de la salita, tapados hasta la barbilla con el paño de estufa. La emoción subía enteros hasta codearse con una amalgama de sensaciones todas arrebujadas en plenitud. Inocencia de colegiales ahora sin pupitres ni aulas en ebullición. Las vacaciones navideñas entonces contradecían -en la percepción infantil de los peques- al mismísimo Valdés Leal, porque la medición del tiempo no cuajaba breve y fugaz, sino todo lo contrario: las dos semanas y pico de la Navidad parecían estirarse una eternidad. Como en una icónica medición del calendario capaz de alargar la duración de la medida infusa de las horas. La infancia no casaba ni calzaba con la prisa. Menos todavía con los imperativos del estrés.

En Navidad todo es una asociación de sabores y olores (donde los convencionalismos no cobran protagonismo alguno). Sobre las doce del mediodía de aquel 5 de enero de 1959 un rumor indeciso comenzó a crecer en aumentativo, como la reproducción de las burbujas de champán en la comisura de labios de un gozo local del todo inesperado. El rumor se envolvió en la celosía de la insistencia, en expansión de charletas. Se decía -no a locas ni a ciegas- que el tercer número de la lotería del Niño había caído en la ciudad. ¡En Jerez! ¿El número? El 38495. Antes de las doce y media ya se conocía con exactitud el lugar repartidor de más de siete millones de pesetas… ¡de la época! Ahí es nada. Sí, no había confusión: era la peña… La peña taurina Juan Antonio Romero. El revuelo era ya una patente de corso. Una proclividad a la risa. Sólo los desconfiados por norma resultaron estólidos timoratos. El premio estuvo muy repartido y además la peña había atinado asimismo en la centena del número 38491. Sin pecar de exageración, podemos constatar que medio Jerez resultó agraciado. La fiesta general no se hizo esperar. Duró el festejo varios días, en tanto cada cual depositaría las participaciones premiadas en la entidad bancaria.

Resultaron premiados casi todos los vecinos del barrio de San Pedro. Sus céntricas calles estaban enaltecidas por una atmósfera esplendente. El presidente Ignacio Fernández Ramírez -a quien correspondió más de medio millón de pesetas-, el tesorero Manuel Aguilar Otero y el secretario Francisco Larraondo Hernández recibían en la sede de la peña -sita en la entonces denominada calle Cardenal Herrero número 45- a cualquiera que presentara alguna duda o quisiese compartir la médula de su gozo. La felicidad se debatía entre lo rústico y lo castizo. Jerez brindó y cayó la montera bocabajo. Se tapó -cubrió- el dinero. Se blindó la suerte. Sobrevino el viento favorable. A la peña le correspondió la cantidad de veinticinco mil pesetas. Y ciento veinte mil a Juan Antonio Romero. ¿Qué hizo la peña con el dinero? Repartir bolsas de comida y efectivo en metálico entre los pobres del barrio. “Para este reparto se están recibiendo valiosas aportaciones de los agraciados”, comentaba entonces uno de los directivos de la peña. Todo un visible gesto de solidaridad. La pureza de la Navidad tan de Jerez. Media verónica al amor entre los semejantes. Oreja y rabo para un capítulo fraternal que bien merece su constatación periodística sesenta y cuatro años más tarde. Nunca lo es -tarde- si la dicha fue buena… ¡Qué grande tuvo que ser -en espíritu y en verdad- aquella peña taurina tan jerezana y tan cabal!

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