Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Me gusta poco el mar - traumas de pequeño, pueden que tengan la culpa -; amo, infinitamente menos, la playa. Al mar lo prefiero contemplando su inmensidad en los cuadros del gran Eduardo Sanz, en la sutileza del paisaje coronado por un faro de sus sublimes vistas cántabras. También me entusiasma, y por sus obras me dejo llevar, la lejana cercanía atlántica que se divisa desde las alturas pobladas de veraces azoteas, a través de la pintura del gran Eduardo Millán. Lo demás, poco apego a lo marítimo, excepto la visión eterna del lubricán desde las Redes.

Tengo el mayor de los respetos hacia los lugareños que nacieron teniéndolo cerca, como lo tengo a los que, de tierra adentro, tienen un barco que deleita su existir. Me enerva, sin embargo, muchos de los veraneantes, sin escrúpulos, que, en dos días, se sienten dueños de la costa, acaparan la realidad pausada de la existencia ribereña y condicionan el discurrir sereno del paisaje marítimo. Son los veraneantes advenedizos, de dominó estentóreo en el bar de la urbanización, espuria sabiduría aprendida en manuales mal traducidos y peor escritos e impostadas maneras de analfabetismo marinero. Son los enteradillos estacionales, los que vienen de fuera y dan lecciones equivocadas en la barra de Bigotes, en la cola de Balbino o en las mesas de Romerijo. Son los que se ven en los tendidos de la Plaza Real o en las gradas del coso del Pino presumiendo de educación torera, con verborrea sacada de Toros parta todos, sin haber pasado nunca por las augustas aulas del Taquilla o del Ventura, sin saber dónde está la calle Iris o qué se ve cuando uno sube los escalones de la explana de la Plaza en la parade de Ventas.

Me ponen de los nervios tanto marinerito de temporada, de estulta sabiduría que llega a las playas con maneras de falso colonizador y soberbia de tierra adentro. Es la servidumbre anual de esta sociedad de consumo con esquivos protagonistas de medio pelo.

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