El parqué
Jaime Sicilia
Sesiones en negativo
Sea por lo que sea, en Jerez nunca ha gustado el carnaval. Lo intentan los pocos aficionados que hay. Ayuda el Ayuntamiento de turno, pero eso del matasuegras y el tipo, tipo no cuaja con lo jerezano. La cabalgata y el pregón pasan con más pena que gloria y allá por febrero la gente está oliendo a azahar y esperando el redoble del tambor ‘cofradiero.’
Cádiz inventó el carnaval y todos los pueblos de la provincia, a su manera, lo remedan y emulan. Algunos, incluso mandan agrupaciones al Gran Teatro Falla, como quien manda una película a los Oscar. Pero Jerez, en su apatía atávica, vive al margen y separada de semejante evento ordinario y chabacano.
Pero, hete aquí, que Jerez ha encontrado su carnaval. Y no con el tatachín del tres por cuatro de las barquillas caleteras, sino con la divina fragata del marinerito Ramiré. Jerez ha creado un producto propicio en un periodo huérfano de grandes celebraciones, como es la Navidad. Vivimos en una pais, constitucionalmente aconfesional, pero políticamente laico. Ya existen bodas, bautizos y primeras comuniones ‘por lo civil’ y procesiones de clítoris, en Semana Santa. Faltaba la Navidad.
Jerez celebraba, en torno a una zambomba, la Navidad con familias y vecinos. Hoy, como si del domingo de coros se tratara, celebra en Navidad una fiesta de carnaval en calles abarrotadas de gentes que vienen no se sabe bien a qué. Una muchedumbre de forasteros viene a participar de una fiesta que desconocen y a cantar unas coplas que tampoco saben para, en definitiva, emborracharse -en el mejor de los casos-.
Una fiesta olvidada y recuperada en los años ochenta del siglo XX gracias a los discos de la Caja de Ahorros de Jerez, en cuarenta años se ha convertido hoy en el carnaval que Jerez siempre rehuyó. Tan solo falta una final de coros en Villamarta para ver si un grupo de Alcobendas se lleva el primer premio del curita malito en la cama. Una pena.
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