Sucedió que, estando el diablo matando moscas con el rabo, se le ocurrió disfrazarse de universitario con el fin de conversar con un carbonero y ponerle a prueba su fe. Al preguntarle el diablo en qué creía, que cual era el contenido dogmático de su creencia, el carbonero le respondió: ‘Yo creo todo lo que cree la Iglesia’. A lo que el tentador volvió a preguntar: ‘¿Y qué es lo que cree la Iglesia?’ - ¡Ella cree – contestó el piconero- todo lo que creo yo’! ‘¿Y qué crees tú? – insistió Cojuelo. ¿Yo? -le inquirió el cisquero- ‘Yo creo lo que cree la Iglesia’. Y así ad infinitum; por lo que el diablo recibió una ración de su propia medicina, venciendo así el buen hombre la tentación de tener que razonar sus creencias.

Dicen otras fuentes que no fue el diablo, sino un eminente teólogo el que quiso poner a prueba al carbonero proponiéndole la complicación del Misterio de la Santísima Trinidad. Fue, entonces, cuando el carbonero, lleno del simplicísimo espíritu, dobló por tres partes su delantal y que, desplegándolo luego, aclaró al teólogo que así era Dios: tres partes distintas de un mismo mandil. En cualquier caso, sea de una fuente u otra, ata la mosca por el rabo.

Dícese, a la sazón, que esta expresión de la fe alude a toda persona que cree firmemente en sus ideas y no necesita explicación o prueba difícil de entender para demostrar que sus creencias son ciertas. Por lo visto, el carbonero es fiel a sus ideas, sin que para ello necesite razón alguna ni argumentos prolijos. Para él basta con creer lo que dicen. Así, sin más: fideísta convencido que no necesita más razón que su propia fe. Y como no podía ser menos, la razón se reveló contra esa razón de no querer dar razón de las cosas. Vino el racionalismo con ganas de vencer al carbonero y querer encontrar razón en las razones del diablo.

En eso estamos, queriendo buscar una doctrina que le dé omnipotencia e independencia a la razón humana. No es de extrañar, que, de esta guisa, fideísmo y racionalismo, anden todavía jugando a la brisca en el torrente de confusiones que acarrea la actualidad. Ahí están, Naturaleza y Gracia, en singular batalla quijotesca. Quiere la razón que sólo sea verdad lo que se puede explicar de forma racional. Viene luego la fe y corrige a la razón; porque siempre hay razones que superan la razón, que van más allá de los postulados cognitivos y penetran en lo que supera nuestra capacidad. Y así, en pim pam pum, trascurre el tiempo y perdemos la razón.

No es nuevo que el hombre haya buscado la omnipotencia absoluta. Véase Adán, por ejemplo, queriéndose dejar engañar para dominarlo todo. Le salió el tiro por Caín. Descartes, que fue el padre del racionalismo, en contra de lo que muchos piensan, puso en Dios, sin embargo, el argumento primero de su sistema racional. No independizó la ciencia de la creencia, ni su fe impidió que realizara el Discurso del Método para la consecución del pensamiento científico. Pero como seguimos tomando el rábano por las hojas, las disputas palaciegas no cejan ni en la Iglesia ni en el siglo.

El admirable Pascal rompió con la ‘cultura científica’ de su época, y otro tanto hizo con la ‘cultura teológica’. Se movía entre la experimentación científica y la revelación divina. Y si por un lado la razón se quedaba coja, vio que por otro se le quedaba tuerta. Un hombre de tanta fe tuvo que conciliar el sueño de alguna manera, y poner un poco de mesura entre el jansenismo extremo y el probabilismo moral de los jesuitas. Algo de esto está ocurriendo hoy: los espiritualistas exagerados y los probabilistas democráticos, que piensan que cambiando la institución y sus formas habremos llegado al culmen de la Iglesia salvífica. Ni tanto ni tan calvo. Con cuánta razón señalaba Pascal: ‘el corazón tiene razones que la razón no puede comprender jamás’.

La fe del carbonero, en el fondo, sabe de los límites de la razón, de la miseria del hombre, y de la ignorancia que tiene (acaso principio de la sabiduría socrática). Cuentan de un eminente clérigo y prolífico escritor Alonso Tostado de Madrigal, obispo de Ávila en 1454, conocido como ‘el Tostado’, que, habiendo errado en algunas opiniones sobre lo divino y humano, resultó sospechoso de herejía para la Inquisición de la época. Y dicen sus relatores que, estando en sus últimos momentos, ya en el lecho de la muerte, quienes le cuidaban, celosos por su salvación eterna y para que emprendiera un viaje ortodoxo y sin mancha, no cesaban en preguntarle sobre las verdades eternas; o porque se arrepintiese de lo que escribió o porque quedara claro que se desdijese de ello.

De ahí, pienso yo, que el pobre hombre, con la cabeza molida y descompuesto, visto en semejante trance, ‘jartito’ del asunto de la fe, sacara fuerzas de flaqueza y exclamara: - ‘Yo, ¡como el carbonero!, hijos ¡Mi fe es como la del carbonero!’ Por lo que se redujo a lo esencial, entregándose al mandil del carbonero, que recapitula en tres dobleces todo el Misterio Trinitario.

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