Insistir, una vez más, en la aplastante ascensión de la Fiesta de Halloween es redundar en alqo que no vale la pena. Es un hecho que, me temo, no tiene vuelta de hoja. La estulticia que nos rodea es tan grande que ha admitido y asimilado totalmente esa fiesta forastera que se ha adueñado de lo que fue siempre el día de los Santos y de Los Difuntos. Los comercios, aparte de los colegios, los institutos, las residencias de estudiantes y hasta las aulas de la Universidad son activos centros de disfraces, telúricas decoraciones, cicatrices sangrantes, muertes vivientes y todo tipo de esa parafernalia que rodea tan tontísima festividad. Ya podían insistir, al menos por unos días, en la figura de don José Zorrilla y su universal obra.

Hoy ni se sabe quien fue Zorrilla ni qué argumentaba aquel caballero pendenciero y enamoradísimo que fue su Don Juan. Los planes de estudios reinantes han acabado con la gran Literatura y no estamos para compromisos de verdadera formación más allá de crear alumnos medio ágrafos y estudiantes casi analfabetos. De Halloween y sus circunstancias me molesta, sobre todo, la zafiedad de la celebración, sus patéticos disfraces que no son sólo portados tristemente por pequeños chaveíllas sino también por zagalones mayorcitos, mamás y papás travestidos de verdadera fealdad impenitente; incluso hasta la gran regidora eligiendo, con luz y taquígrafos, su augusto uniforme de mamarracho. Todo es un compendio de mal gusto y de horror insufrible. Lo hortera va a reinar por unos días sin que nadie lo remedie.

Y para poner la guinda a ese contumaz ambiente de tontería inmisericorde e ir contra los excesos ambientales de Halloween, a alguien, de luces excelsas, se le ocurrió, me imagino que, en un deseo irrefrenable de exorcismo callejero, vestir a los niños de santos y llevarlos por capillas y parroquias. Definitivamente esta sociedad está en grave proceso de decadencia.

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