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HOY toca Joaquín Sabina probablemente su último concierto en Sevilla, o tal vez no, nunca se sabe. Y con él vuelven sus historias urbanas que suenan a garito y madrugada, su voz de ultratumba, sus buenos músicos casi de la familia (De Diego, Varona…), su público interclasista y fiel, su pinta de tahúr con levita y bombín, su izquierdismo iconoclasta de salón. Más versátil que Serrat, menos académico que Aute, es de largo el cantautor que mejor ha soportado el paso del tiempo, y referencia en España e Iberoamérica.
La carrera de Sabina es como un viaje en tren con salida en la estación de Linares-Baeza y destino Madrid (Tirso de Molina, Gran Vía, Bulevar…), tan presente en su discografía. En medio, cientos de buenas canciones y un puñado de discos emblemáticos. Los hay que se subieron a ese tren al principio del trayecto, en los tiempos gloriosos de Krahe y la Mandrágora que inmortalizara Tola en su mítico programa Si yo fuera presidente. Otros nos subimos todavía en el colegio con aquel fantástico Hotel Dulce Hotel, y descubrimos las canciones primeras que cantaba en aquellos conciertos del Prado como Princesa, Rebajas de enero o Whisky sin soda. Los más (no hay peor fe que la del neo-converso) se apuntaron a caballo ganador cuando ya era el cantante superventas de Y nos dieron las diez.
Ha habido mejores intérpretes, seguro, pero pocos con tanta habilidad y tanto talento para mantener ese nivel tanto tiempo, y en registros tan distintos, del rock a la balada, de la rumba a la ranchera. Supo abandonar a tiempo la canción protesta para adentrarse en las listas comerciales de éxitos sin perder esa veta canalla y faltona marca de la casa, con la referencia dylaniana al fondo. Con el tiempo, fue modulando el discurso hacia terrenos, ay, más culturetas, menos prosaicos, pero el peso de sus letras y su talla de artista lo mantienen reconocido y reconocible.
Dicen que los años lo han centrado, que ha dejado los bares y lleva una vida formal, y en su tiempo libre frecuenta a escritores y poetas. Está de vuelta y se nota, no sólo en la voz ni en la menor entidad de sus últimos trabajos, pero eso no quita para que, como siempre fue, sus apariciones sean un motivo de celebración por su clientela. Debe ser, como le escuché al gran Ricardo Darín, que con él se acaba una época, y que aun pasados los años todavía no nos hemos mudado de Calle Melancolía.
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