
Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Escribir para quién
EN TRÁNSITO
SI yo hubiera perdido todo lo que tenía en un terremoto -mi familia, mi casa, mi ciudad, lo poco que era mío en este mundo-, no me haría mucha gracia ver a docenas de reporteros pegándose tortas para filmar cómo me retorcía de dolor o aullaba pidiendo ayuda. El dolor exige una decorosa intimidad, pero eso parece que sólo nos está reservado a los ciudadanos del Primer Mundo -y ni siquiera siempre, y cada vez menos-, porque a los habitantes del Tercer Mundo los usamos como figurantes de una costosa superproducción de cine de catástrofes, sin preguntarles si les interesa o no participar, o si quieren que alguien los proteja de las miradas fisgonas e indiscretas (¿y qué mirada no es morbosa en algún momento?). Y encima, esa superproducción se retransmite a todo el mundo, sin que los figurantes que han le dado verosimilitud con su dolor y su desgracia cobren ni un euro por sus derechos de imagen. Solemos tranquilizarnos la conciencia diciendo que nunca habrá ayuda si antes no hay información. De acuerdo, pero no por ello dejamos de explotar de forma obscena el dolor de esa pobre gente.
"Vean estas impactantes imágenes para que se hagan una idea de la magnitud de la tragedia", nos dice un reportero, vestido con un chaleco de Coronel Tapiocca, frente a un bebé que aúlla de dolor. Muy bien, las vemos, y a lo mejor corremos a entregar un donativo en un banco -o no-, pero todos esos reporteros que están "cubriendo la tragedia" tienen que comer y alojarse y usar unos recursos escasísimos en materia de agua, comida, electricidad y comunicaciones telefónicas. Y esos recursos -siento decirlo- deberían reservarse a sus legítimos destinatarios, que son los que lo han perdido todo y están gimiendo desesperados. Da un poco de rabia ver a los corresponsales de TVE al lado de los de RNE, porque uno también se imagina que no muy lejos de allí están los de Canal Sur, y los de TV3, y los de Euskal Telebista, y los de la Televisión Gallega, y hasta los de algún canal local enviado a toda prisa por un alcalde sediento de protagonismo. Cada uno de esos reporteros va acompañado por su correspondiente equipo técnico, así que entre todos ellos -y sólo hablamos de España- estarán consumiendo los recursos que podrían destinarse a mil o dos mil personas que lo han perdido todo. Siento decirlo, pero es así.
En el 11-S no se vieron cadáveres, igual que el 11-M o en los atentados del Metro de Londres de 2005. Un inteligente uso de la censura prohibió la exhibición del dolor intolerable que se había abatido sobre nosotros. Pero esta censura no actúa cuando se trata del Tercer Mundo, sino que más bien parece exigir todo lo contrario: el mayor número de imágenes cruentas y bebés destrozados y ciudades arrasadas. Y eso no es justo.
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