Tierra de Nadie

Alberto Núñez Seoane

Entropía

Es una palabra que me ha subyugado desde que la conocí; ella, y luego su significado. Entropía, en lenguaje de calle, es la variable que mide la cantidad de desorden de un sistema… ¿No les parece, cuándo menos, seductor, cuanto más, apasionante?

En el campo de la Física, que es de dónde procede, se dice que la entropía es directamente proporcional a la temperatura: cuanto mayor es esta, mayor es la cantidad de desorden del sistema. Con el calor, las moléculas, digamos que, más se desordenan.

Medir, no el orden, sino la 'cantidad de desorden', de lo que sea, me resulta hipnotizante. Supongan que fuésemos capaces de calibrar el grado de desorden de nuestras vidas… Piensen en la posibilidad de conocer el nivel de anarquía en el que están sumergidos todos los que, de un modo u otro, nos importan… Imaginen que estuviese a nuestro alcance el conocimiento del desarreglo en el que vivimos o el que nos aguarda en un mañana más o menos próximo… ¡Alucinante!

Los humanos somos esclavos del desorden, aunque, en la medida de las capacidades y las voluntades de cada cual, tendemos a instalarnos en un medio en el que se imponga un mínimo orden; sin él casi todo sería aún más complicado de lo que ya lo hacemos. Desde la simple organización de las cosas que forman el mundo cotidiano en el que vivimos, hasta la clasificación de empeños por conseguir, deseos que alcanzar o sueños de los que no despertar; necesitamos, al menos así lo creemos apreciar, una mínimo volumen de orden en nuestro existir.

Hay, también otro tipo de orden: el social. El que condiciona las relaciones, y las consecuencias de estas, entre las personas, y los individuos, que formamos el entramado, las más de las veces: grotesco, en el que 'somos' hasta que dejamos de ser. La complejidad de tratar sobre esto, exige tiempo y extensión, mucho y mucha. Supone una de las inquietudes recurrentes que ocupan el desempeño de filósofos y pensadores, por lo que no me voy a adentrar ahora por esos vericuetos; pero si les diré algo sobre la perversión de ese orden, que todos -menos los 'pescadores' que, con el río revuelto, ganan- necesitamos y que me encantaría poder medir.

Buscar un parámetro de referencia que sea significativo, lo suficiente, como para poder dibujar una estructura aproximada de la 'cantidad de desorden' que abruma el mundo que hemos construido y asfixia a los humanos que tratamos de sobrevivir en él, no es fácil. Puestos a intentar dar con uno, yo me decido por el respeto. Respetar, lo es casi todo.

Es imprescindible, para ser capaz de respetar, tener una actitud que lo permita: respetar es saber escuchar, aceptar la posibilidad de nuestro error; respetar es tolerancia, generosidad y humildad; respetar es educación; respetar es, por fin, inteligencia, sí, también inteligencia. Y lo es por múltiples razones, he aquí algunas de ellas: si no respetamos, estamos suponiéndonos por encima del otro, dando por sentado que 'lo mío' -sea opinión, idea o posesión- es 'más' que lo tuyo; si no respetamos, caminamos por una senda en la que sólo cuentan nuestras 'verdades', en la que sólo importa lo que me ocurre a mí, en la que el 'yo' va muy por delante del 'ellos'; si no respetamos, no hacemos patente otra cosa que nuestra falta, o mala, educación; muestras inequívocas, todas, de ausencia patológica y profunda de inteligencia y, sin una mínima cantidad de ésta, no hay persona que como tal se pueda considerar. No hay mayor evidencia de estupidez que la de pensarse 'más'.

Si el respeto entre las personas es lo que la entropía entre las moléculas que conforman la materia, el grado de 'entropía' que se ha instalado en nuestro mundo es insoportable y, en mi opinión, insostenible.

No todo vale. Sí, ya sé, lo hemos escuchado, muchas veces, y lo hemos dicho seguramente otras muchas más, pero 'del dicho al hecho hay un gran trecho', que no es cómodo, aunque sí irrenunciable, recorrer, si a lo que aspiramos es a mejor. Y mejorar el estado actual de nuestros 'desórdenes' es fácil, por lo innumerables e intensos que son, pero difícil por la voluntad y el esfuerzo que hay que echarle.

Los 'principios' -hablo de valores éticos- se llaman así porque imponen una base –'principio'- sobre la que asentar la imprescindible moral que hace falta para no convertirnos en fieras; porque implican un comienzo –'principio'- para iniciar una singladura con posibilidades de amarrar en buen puerto; porque establecen un orden que necesitamos, para no caminar, cegados, hacia un abismo en el que sólo nos vamos a encontrar con la terrible soledad que termina por imponerse a todo habitante atrapado en un laberinto dónde el grado de entropía es ya demasiado alto para poder alcanzar a 'ordenarlo'.

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