Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

La murmuración huele a oscurantismo. A cuerno quemado. A sangre del otro. La murmuración es un mal zigzagueante que opera en silencio. Comúnmente perpetrado por un alma en pena cuya desocupación en otros menesteres lo sitúa sobre la maledicencia de todas las horas. La murmuración pretende a toda costa absorber la total intimidad de terceros. La murmuración se desgañita por dominar la ración de todas las primicias de los dimes y diretes que no existen pero ella impulsa y recrea como táctica destructiva. Su objetivo monomaniaco es la monopolización del verbo desunir. La murmuración es astuta como una bruja vieja. La murmuración nace incontinenti de un desequilibrio emocional y concluye en la pulsión envidiosa. Ya dijo Pierre Corneille que un envidioso jamás perdona el mérito de sus semejantes.

La murmuración es ducha en plantear la jugada que enseguida implique a peones despistados en sus tretas. La murmuración es calculadora como una sonrisa asimétrica. La murmuración se reviste de dulzura para encantar serpientes y jugar a capricho con las relaciones sociales. La murmuración no regula ni calcula ni controla la dosis de congénita soberbia que bombea entre pecho y espalda. Posee esa execrable recarga de resentimiento social capaz de obsesionarse con la crítica bajo cuerda: el WhatsApp relamido es su arma de destrucción masiva. Gasta hipocresía por doquier y penetra en la intimidad ajena -entiéndase en personas nobles- usando la engañifa del altruismo confesional.

La murmuración es como una vampiresa que chupa sangre del prójimo para comercializar luego con todos los datos extraídos y así divulgarlos como cotilleo que carga el diablo. Se ofrece como paño de lágrimas para vender ulteriormente al mejor postor sus diálogos a bocajarro. Traición es la asignatura troncal que se sabe al dedillo. Su modus operandi principia por la persistente creación de subgrupos dentro de la comunidad: así y sólo así podrá alejar unas víctimas de otras y enfrentarlas entre sí a golpe de lengua de vecindona. Lo suyo es la persistencia en materia de deshoras.

La murmuración malmete siempre a espaldas del respetable público, a traición de los miembros de una misma institución. La murmuración es tan cobarde como efectiva: apenas nadie se percata de su presencia hasta que de pronto el seno interno de la entidad se resquebraja como por arte del birlibirloque. La murmuración juega a sus anchas mientras la inadvertencia general cubra sus espaldas. Encubra sus culpas. La murmuración apesta por dentro pero se cubre de perfume barato por fuera. El caso es despistar a la chita callando. La murmuración es el asesino -la asesina- que nadie jamás hubiese imaginado según la sinopsis del crimen. Es como una gangrena que avanza silente en un escenario inacostumbrado a la ingeniería de las sombras.

La murmuración aspira a convertir en detritus cuanto a ella ensombrezca: así de pobre y pútrido es su radio se acción. La murmuración estalla de gozo cuando se siente centro neurálgico de toda la Villa y la Corte. La sin hueso -léase la lengua- es su machete arrojadizo. Edulcora la crítica con una pátina de relativización. Sabe que la vehemencia verbal la delataría y por esta innoble sinrazón opta por la lluvia fina del calentamiento global del ambiente comunitario. La murmuración es antievangélica.

La murmuración cultiva los globos sonda como argumentario de guante blanco. La murmuración cose pacientemente el tiro de gracia servido en bandeja de plata. La murmuración es mezquina y esquinada. La murmuración atiende por sistema la máxima de Max Stirner: "Nada es más para mí que yo mismo". La murmuración no usa tacones para así pisar y pisotear sin ruido. La murmuración es morbosa e inclemente. Pincha a matar. Como un carnívoro filo de navaja. Como un alfiler venenoso. Como un tridente de fuego y cal.

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