Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Lo espantoso (I)

Es una de esas incógnitas que, desde que tenemos conciencia de lo que somos, embarga nuestra existencia obligándonos a preguntarnos, inquietos, sobre su origen y sobre el porqué de su origen y sobre el modo de dominarlo, de extirparlo, de anularlo… con la lejana y débil esperanza de hallar una respuesta que alivie el desasosiego que nos ocupa: es la realidad del Mal.

Creencias, religiones, nuestra propia conciencia de ser; todas se han ido confeccionando, a más de otros principios, en la idea de una dualidad: el Bien y el Mal. Pero no hace falta dedicar demasiado tiempo a pensar en este dilema para darnos cuenta de las enormes, y creo que insalvables, lagunas que implica esta, en exceso pueril, simplificación de asunto tan profundo y complejo.

El Hombre “crea” a Dios, o a los dioses, para darse respuestas a tantas incógnitas que le resultan inaccesibles; o, al menos, para “esperar” le sean dadas las coordenadas de un camino que, tal vez, pueda conducirle a intuir algunas de ellas. Y, entre las grandes disyuntivas, inequívoca por patente, que lo agobian, está la del Mal.

No voy a entrar en disquisiciones teológicas ni en profundidades filosóficas, no es “lugar” adecuado; no pretendo, en absoluto, ofender credos, negar o afirmar esencias ni existencias ni tampoco ausencias; tan sólo pretendo hacer un escueto ejercicio que me ayude a meditar sobre la terrible realidad con la que hemos de ensangrentarnos cada uno de los días desde que comenzamos a ser.

Unos “tienen” dioses buenos y dioses malos: son, claro, estos últimos los responsables del Mal. Otros creen en un Dios único, en la mayoría de los casos: todopoderoso y, también en la mayor parte de las religiones, todo bondad. Dedicaremos algún razonamiento posterior a esto. Para los que no son ni los unos ni los otros, los ateos -pero los ateos de verdad, que son menos que muy pocos, no los que se dicen, se creen o actúan como si lo fuesen: para ser absolutamente ateo, además de querer serlo, hay que saber y poder serlo, y, créanlo, está al alcance de casos contados y muy escasos, que podríamos calificar como excepciones-, la incógnita de la ecuación que hoy nos preocupa, está clara: puesto que para ellos no existe un poder supremo, el Mal no puede tener su origen más que en el Hombre: en nosotros mismos; si bien queda pendientes ciertas especificaciones, fundamentales, a las que también llegaremos después de continuar con las posiciones de los que si creen en un poder superior, sobrenatural e ilimitado.

¿Si Dios es todopoderoso, y todo bondad, cómo puede permitir el Mal? Nos dirán que los designios de Dios son inescrutables y, además, que hay que tener Fe -virtud teologal inexcusable para los creyentes-. Una respuesta que no lo es, pero que no deja ninguna otra opción, si lo que necesitas, de modo imperioso, es seguir albergando una esperanza de consuelo para asumir lo que nos resulta inasumible. Podría ser que Dios fuese “casi” infinitamente poderoso, y digo: casi, que hubiese otro “dios”, malo y también muy poderoso, ocurriría entonces que fueran los resultados de sus pugnas, unas a favor de uno, otras del otro, las que determinaran las presencias o ausencias del Mal en nuestro mundo; pero, en ese caso, estaríamos hablando de una concepción de Dios que nada tiene que ver, por ejemplo, con el cristianismo o el islamismo -religiones monoteístas mayoritarias-. Estamos, por tanto, sin otra respuesta, para este supuesto, que la Fe.

Pero, ¿y si el Mal, no es “cosa” de Dios, bien porque este no exista, bien porque, supongamos, no le “incumba”?, en este caso, como en el de los ateos verdaderos, no queda más alternativa que una, terrible y devastadora: nosotros.

Hoy, son los soldados rusos: matan niños, violan mujeres, asesinan ancianos, ejecutan civiles… ayer fueron los sicarios de Stalin, o las “SS” de Hitler, o los guardias rojos de Mao… antes, la Inquisición de Torquemada, los empalamientos de Vlad, las hordas de Atila… pero… ellos, todos ellos, somos nosotros. Los criminales, los sádicos, los verdugos implacables, los torturadores, todos los ejecutores brutales y despiadados que en nuestra Historia han sido, no vinieron de un planeta lejano, ni pertenecen a otra especie que la que nos es propia a todos los humanos: ellos somos nosotros. No quiero con esto decir que todos seamos este tipo de asesinos, es obvio que no es así, pero si me atormenta la duda de que es lo que no seríamos capaces de hacer en el caso de que las circunstancias fuesen tales que nos llevasen hasta un extremo del que no podríamos regresar, uno del que, tal vez, ni nosotros mismos sospechemos, siquiera, de su existencia. (Continúa)

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