Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

marcoantoniovelo@gmail.com

Jerez y la familia Otero

La gran familia Otero, reunida un año más para festejar la alegría de estar tan unidos como siempre.

La gran familia Otero, reunida un año más para festejar la alegría de estar tan unidos como siempre.

Alberto Closas y su gran familia -Chencho, el abuelo y el padrino Búfalo incluidos- se quedan en pañales frente a la archiconocida prole de los Otero de la calle de la Plata. Los Otero, sí: historia de una estirpe caracterizada por la dulzura de sus sentimientos, por la fontana fresca de su chispeante sentido del humor y por el surtidor permanente de una característica común a todos los integrantes de tan jerezano linaje: ser buenas personas. Y serlo además de la férula a la médula. Sencillas como el horneado del pan nuestro de cada día. Leales como un guiño cómplice. Cabales a las duras y a las maduras. Cercanos como las alas del ángel de la Guarda. Son gente de bien. Son gente de principios. Son gente que vienen de frente. Dan calor, dan candor, dan cariño. Tendríamos que remontarnos a las primeras décadas del pasado siglo XX para consignar un nombre de mujer: Patrocinio. Pundonor y gracejo: una mujer hecha y derecha. De las que siempre merecía la dicha de un abrazo. Supo transmitir a sus herederos la devoción por Jesús Nazareno. Ella fue madre de Diego, Diego Otero, que ejerció de maestro de mecánica en la Fábrica de Botellas. Matrimonió Diego con Josefa Correa, ama de casa y guerrera donde las haya, excelente educadora como pocas. Ni Josefa ni Diego atendieron al consejo del título de la famosa serie de televisión de finales de los años 70 ‘Con ocho basta’. Porque ellos tuvieron 13. ¿Quién dijo miedo? 13 hijos, a saber: Manolo, Carmen, José María, Paco, Diego, Pepi (Nini), Antonio (Nono), Jesús, Inmaculada, Chari, Luis, Rosario y Fátima. Otros tiempos, otros puntos de partida, otros conceptos prenatales, otras quisicosas…

Entre 1943 y 1962 vinieron al mundo los 13 hermanos Otero Correa. A cada cual más gracioso, a cada cual más vivaracho. Unos más revoltillos, otros más serenos. Los cinco primeros vieron la luz en la calle Bizcocheros número 41. Allí san Pedro hizo sonar sus llaves de bienaventuranza. Poco tiempo después mudó el matrimonio a la Plata, entre la dulce melodía de nuevos llantos de bebé y la comida caliente siempre a punto en boca para los 8 varones y 5 hembras que redondearon esta familia numerosa. La felicidad -con comisura de oreja a oreja- jamás faltó en aquella vivienda de 3 dormitorios del bloque número 18, arriba del célebre bar Anselmo. La vida, para los Otero, era un hervidero de travesuras, de alegría en cantidades industriales, de bullicio de chiquillos que, como hermanos de sangre, establecieron una relación de mucho afecto y mucho ajetreo. Se convivía y se apañaban en los metros cuadrados de aquella vivienda que tanto dio de sí. En un dormitorio, 2 literas a razón de dos niños por cama: hete aquí el descanso nocturno de los 8 varones. 4 niñas dormían en el segundo dormitorio y la quinta en el salón. Más Josefa y Diego, en el dormitorio de matrimonio. Usanza de un Jerez tan pródigo en la riqueza de sus pequeñeces. Cualquier pretexto servía de divertimento. Vida, blanca y radiante -como la novia que cantara José Guardiola-.

Como marcaba la necesidad de la época, cuando los hijos mayores alcanzaron la edad necesaria, pronto comenzarían a integrarse en el mercado laboral, los primeros trabajos, para colaborar económicamente en casa. Los niños de la familia Otero estudiaron en un colegio de pago sito en la calle Chancillería y las niñas eran alumnas de la Compañía de María. Las Navidades es la remembranza de una mesa amplia de 12 cubiertos, en el salón, con un mantel de plástico y flores celestes. Todos reunidos bajo el cenit jubiloso de los villancicos tradicionales. Los Reyes Magos, sólo para los más pequeños. Pepi Otero no olvida cómo, intrépida, montaba a todo gas sobre un velosol sin motor, Avenida de los Marianistas arriba.

 

Cuando por allí cerca pasaban los camiones con uvas de la vendimia, rumbo a la calle Pizarro, algunos de los hermanos Otero, junto a otros niños de la Plata, tiraban piedras, de las gordas, para que el vehículo diera un salto y cayeran al suelo varios racimos que los pilluelos hacían ya suyos para gusto y coleto del paladar. El único deportista de la familia fue Carlos, futbolista de casta… Y también costalero de la Virgen de la Candelaria. Pepa Correa -la abuela Pepa para sus nietos- quedó ciega de azúcar. Así anduvo los últimos diecisiete años de su vida. Ella siempre bajaba, agarrada de los brazos de algunas de sus hijas, para presentir -y oír, sólo oír- la salida de su Virgen de la Candelaria en la intranquilidad de que todo saliese sin incidente ninguno. En la abuela Pepa, entonces, a primera hora de la tarde de cada Lunes Santo, ojos que no ven no eran corazón que no siente. Los 13 hermanos Otero Correa siempre fueron bien avenidos. De los hijos políticos ya faltan algunos: Pepe Valderas -que un día conociera al amor de sus amores y a la niña de sus ojos en la fuente de la Alameda del Banco-, Antonio González, Toñi… Los 13 hermanos Otero, de la Plata, han sido artífices de una descendencia que ahora suman 35 primos, ¿verdad que sí, Juan Diego y Edu? De todos ellos el más especial es Luis Mario. Todos los años, por verano, la familia Otero se reúne en casa de José María -en una finca en Magallanes-. Se invita también a los Correa. Allí se lo pasan pipa. Las risas no faltan. Los recuerdos tampoco. No existe mayor grandeza que una familia unida. Muy unida, como una lágrima a la nostalgia. Como el beso a la mejilla. Como la bondad a Santa Ángela. Como el pesebre a la Epifanía del Niño Dios.

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