Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez: mis conversaciones con Francisco Holgado Ruiz (II)
Descanso dominical
Bribón era un ratonero bodeguero más andaluz que un potaje de tagarninas. De puro nervio no solía estar quieto, pero a veces le gustaba pararse al sol, entornaba los ojos y con el hocico entreabierto se empeñaba en dibujar media sonrisa. No sé qué encontraba al olisquear con tal fruición el aire de la calle. Era igual que cuando te atraviesa el olor del pan al pasar por la puerta del obrador, sales al monte después un chaparrón, te acercas al mar con las ventanillas del coche abiertas. Cualquiera diría al mirarlo que todo aquello era suyo. Quien sabe, puede ser que su raza y el olfato afilado le acercaran los aromas del trasiego de la bodega de Blanca Reyes y del oloroso Regina de Díez Mérito, que dormía en el mismo vecindario. Quizá sabía más de vinos que cualquiera de nosotros. Trufa privilegiada. Si le alcanzaba la luz de la mañana, recuerdo, su cuerpo ensabanado refulgía con una claridad salvaje, de plata limpia, y lo veías correr como un destello. Le encantaba el campo, perseguir los rebotes de una pelota de tenis, la siesta diaria, las lonchas de mortadela. Era rápido, listo -si hubiese necesitado hablar lo habría hecho- y guardaba una lealtad sin límites ni condiciones.
Zeus, pese a su sangre alemana y ese porte, que creías estar viendo al mismísimo Anubis acercarse por el pasillo, era un perro noble, tranquilo y hasta pazguato. De hecho, no malgastaba sus ladridos; sólo ladraba cuando había que ladrar. Como aquella vez en la casa de Chipiona donde pasamos algunos veranos de la infancia. Lo oímos fuera, enfurecido, y nos extraño tanto que salimos rápidamente a la puerta. Tenía frenada en el porche a una serpiente que iba directa a las habitaciones y que se levantaba sobre sí misma desafiando al guardián. El perro le cerraba el paso con sus dos patas delanteras abiertas marcando una línea invisible y el torso inclinado hacia adelante, escupiendo en la cara del reptil toda la rabia y violencia que se le presupone a un dóberman y que jamás habíamos presenciado ni volvimos a ver. De hecho, allí mismo, en las Tres Piedras, se le ocurrió otro día lanzarse tras un caballo y no habíamos pestañeado cuando volvía desaforado, con el rabo entre las piernas, meándose del miedo. Desde entonces daba un paso atrás hasta cuando veía una estatua ecuestre.
Podría hablarles también de Sherry, otro bodeguero primo hermano de Bribón, o de Beethoven, este de raza indeterminada, esquina de calle Ánimas con Bizcocheros, escudero inseparable de mi padre cuando los hijos ya habíamos empezado a explorar otras vidas. La familia se quedó coja siempre que faltó uno de ellos. Alguien dijo que los perros no son todo en nuestra vida, pero llenan nuestra vida entera, y qué razón tenía.
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