Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Hubo una vez, hace 2.222 años...

A pesar de todas las obras escritas, desde que fuimos capaces de empezar a hacerlo, sobre ciencia, ética, física, filosofía, biología o cosmología, que se han perdido, de las que la barbarie que nos caracteriza ha destruido, del deterioro padecido a causa de las condiciones, variopintas, a las que se han visto expuestas; la breve historia de la sabiduría del hombre, exigua pero, por intensa, sorprendente, ha ido quedando plasmada en los documentos, hablados o rayados sobre piedra o papel, que han llegado hasta nuestro tiempo.

Si en el desbocado e ilógico mundo en el que nos hemos propuesto, ya no sólo vivir, sino ser felices también, conseguimos adiestrarnos para buscar, encontrar y guardar un poco de tiempo en el que volver nuestro interés hacia lo tanto por aprender que tenemos a nuestra disposición, si invertimos en curiosidad, aprehensión y aprendizaje, las sorpresas a las que podríamos tener acceso, les aseguro, serían fastuosas, a más, claro está, de muy provechosas.

Pueden creerlo, o no, pero la inmensa mayoría de las inquietudes que nos preocupan, de las angustias que nos abaten, de las frustraciones que nos deprimen, las penas que nos entristecen y los dolores que nos afligen, tienen las mismas causas hoy, que siglos antes de Cristo.

Hemos cambiado, sí; el mundo es exponencialmente diferente al que entonces era, sí; la tecnología, la medicina, la ciencia y el ingenio humano han transformado aquella sociedad propia de antes de nuestra Era, en la que hoy nos absorbe, maneja e impone. Pero una parte, indisociable de la condición que nos hace humanos, sigue sujeta y condicionada a los mismos temores, inseguridades, miedos o esperanzas, entonces al igual que ahora.

No estamos hechos para no pensar. Ignorar esta verdad implica renunciar a todo lo que la mente reserva y guarda para nosotros; tan sólo tenemos que abrir sus puertas, para poder entrar nosotros y permitir que salgan y fluyan ideas y pensamientos, teorías e imaginaciones, supuestos y certezas y probables, e imposibles también.

Nos afanamos en ganar dinero, más del necesario; en poseer bienes, también los que no nos hacen falta para nada; en acceder al poder, en cualquiera de sus formas, sin que este nos haya sido impuesto como imprescindible. Y, en la mayoría de los casos, de modo premeditado o inconsciente: peleamos hasta la extenuación, relegamos afectos que nunca podremos recuperar, olvidamos amigos que no volverán, invertimos un tiempo que no tenemos, al menos no para esos menesteres; hacemos, o dejamos de hacer, todo esto , sólo, para conseguir ser respetados por quien, en muchas de las ocasiones, no merece nuestro respeto; por los que, de no alcanzar lo que ansiamos, ni siquiera se detendrían a mirarnos. Pensamos que alcanzando este “respeto” al que la hipócrita sociedad en la que reptamos presenta como “éxito social”, “triunfo popular” o “logro mediático”, pasaremos a formar parte de la “élite”: ese grupo “selecto” de personas, casi nunca selectas, que creemos sería la culminación de nuestra dicha. Casi nadie llega a lograrlo, así que casi nadie puede tampoco tener la certeza de que eso es una tremenda y total estupidez: los muy ricos, muy poderosos o muy famosos -no digamos si están en dos de los grupos, o incluso en los tres- suelen tener problemas mucho más intensos, preocupantes e insufribles que el resto de los comunes mortales; aunque esos problemas puedan no ser ni el dinero, ni los recursos con los que cuenta el que manda ni la gloria popular del que le sobra la fútil y efímera fama. Siempre hay un componente de inseguridad, de fragilidad, de fatal incertidumbre, que amarra las expectativas del hombre: el que no tiene, loco por tener, el que tiene al borde del desespero por perderlo, el que mucho tiene, aterrado por no tener más…

Cubiertas, con dignidad y solvencia, las necesidades vitales que permitan vivir, de modo amable, como seres humanos; satisfechas nuestros suficientes primeros y sustanciales, lo que resta debiera ser sólo tiempo… para nosotros.

Hubo una vez… en el siglo III antes de Cristo, un filósofo griego, Epicuro fue su nombre, injustamente relegado y en exceso, y sin razón suficiente, criticado, que hablaba a sus alumnos en el jardín de su casa, a las afueras de Atenas: “No es posible alcanzar la felicidad, aunque tuviésemos, en cantidades ingentes, dinero, poder y fama, si olvidamos la vida reflexiva, abnegamos de la amistad y carecemos de libertad. Y si gozamos de estas últimas, aún careciendo de fortuna, nunca seremos infelices”. Pues eso, dicho está… desde hace unos dos mil doscientos veintidós años.

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