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En la muerte de Godard

El más antimoderno de los modernos: el cine en forma de poesía

Godard en el cine.

Godard en el cine. / EFE

Director de directores, director de críticos, director de jurados de festivales de cine, Jean-Luc Godard es mucho más que una esnob pasión cinéfila: uno de los más grandes poetas que ha dado el cine. Y es sabido que la poesía, por su propia naturaleza, es minoritaria. La desproporción entre su prestigio, su influencia y el número de espectadores que muchas de sus películas tuvieron se corresponde a la que existe entre las tiradas de las novelas y la de los libros de poesía.

Fue padre de la Nueva Ola que él y François Truffaut inauguraron en 1959 y 1960 con Los 400 golpes y A bout de souffle, gurú de los nuevos cines europeos de los años 60, revolucionario creador que pasó -sin dejar de ser nunca un autor radical- del cine comercial al marginal y del celuloide al video para volver después a ellos y finalmente experimentar con las imágenes de los móviles, extraordinario crítico e historiador del cine -suyo fue el colosal y hermético experimento de visualizar su historia en Histoire(s) su cinema- empeñado tanto en la reescritura del cine clásico que tanto amaba sin prejuicios desde Fritz Lang a Howard Hawks como en la recuperación de la fuerza y creatividad de los revolucionarios que exploraron los límites (y los trasgredieron) de un cine recién nacido lleno de posibilidades y de futuro por casi carecer de pasado, desde los pioneros como Méliès a los vanguardistas franceses y soviéticos de los años 20 y 30.

Está puesto, sí, en la casilla de la Nueva Ola. Pero no creo que fuera ese su tiempo o el tiempo cinematográfico que él quiso instaurar. Pertenece a la estirpe de los poetas revolucionarios y canallas como Lord Byron o Verlaine, a la estirpe de los directores que ensancharon o dinamitaron los límites de un cine devenido industria aun estando casi recién nacido, como sus amados Dziga Vértov (de quien tomó el nombre para fundar un colectivo política y cinematográficamente revolucionario) y Jean Vigo. A nadie me recuerda más el mejor Godard -o si lo prefieren así, el Godard que más me emociona- que a Jean Vigo. Las que para mí son sus mejores películas –no solo, pero sí sobre todo las de sus primera época: A bout de souffle, Une femme est une femme, Vivre sa vie, Le mépris, Les carabiniers, Le petit soldat, Une femme marieé, Bande à part o Pierrot le fou- tienen el sello de eterna juventud de L’ Atalante de Vigo, contagian la eufórica sensación de que todo es posible, todo está por hacerse, por explorarse, por crearse, por inventarse, comunican la borrachera de un lirismo que lleva la imagen cinematográfica, liberada de toda atadura, a la libertad de la poesía pura, poseen una inocencia y una pureza -traten de lo que traten y se abismen en lo que se abismen- conmovedora, funden como lo mismo la más brutal y áspera naturaleza primera del cine -la realidad captada mecánicamente- y la más elaborada poesía visual. Cuando se ven estas películas, como cuando se ve El hombre de la cámara de Vértov o L’ Atalante de Vigo, siempre se tiene 18 años y el cine parece recién nacido.     

Difícil en lo personal (lo define su amarga y sucia ruptura con su amigo Truffaut), dotado una lengua viperina movida por una inteligencia superior (lo que ha dicho sobre Tarantino, tan devoto de su cine que llamó a su productora Band à part, va de "canalla" a "imbécil"), esquinado en lo político -fue o se dijo maoísta, como tantos intelectuales europeos, mientras en China se consumaba el genocidio de la Revolución Cultural para en sus últimos años manifestarse a favor de Marine Le Pen-, admirador de Céline no solo en lo literario -se ha prodigado en exabruptos antisemitas en versión progresista-, no cabe cometer con él las monstruosidades que se están perpetrando contra grandes artistas a partir de sus posiciones políticas o su vida personal. Es un genio del cine. Y punto. Lo demás es anécdota definitivamente cerrada con su muerte voluntaria: se trata de un suicidio asistido porque a los 91 años estaba cansado de vivir. El hombre Jean Luc ha muerto, viva el cineasta Godard.

La música, que muy pocos directores han utilizado tan sensible y creativamente como él, revela, más allá de la agria personalidad del hombre, la indefensa sensibilidad del artista, la ternura teñida de una tristeza y desesperación románticas en el sentido histórico de la palabra o quizás de un prerromántico que se resiste a dejar la luz de la razón para abismarse en la pasión (¿o es casualidad que antes de rodar A bout de souffle quisiera filmar Las afinidades electivas de Goethe o que regresara al cine narrativo fundiendo el mito de Carmen con los cuartetos de Beethoven?). La desarmante emoción de las músicas que Michel Legrand, Georges Delerue o Antoine Duhamel -empujados a lo mejor de sí mismos por el director- compusieron para Vivre sa vie, Le mepris y Pierrot el loco, o el uso creativo de Fauré, Mozart, Dvorak o Ravel en Pasión y de los ya mencionados cuartetos de Beethoven -con su interpretación visualizada en la película- son para mí el más verdadero retrato del mejor Godard en un sentido creativo y humano.      

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