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De libros

El dios bajo las aguas

  • Nooteboom propone una reflexión sobre mitos y dioses: sobre la utilidad, o la necesidad, de personificar las fuerzas que superan la inteligencia humana.

Cartas a Poseidón. Cees Nooteboom. Trad. Isabel-Clara Lorda Vidal. Siruela. Madrid, 2013. 228 páginas. 21,95 euros.

Heidegger lo declaraba a Der Spiegel con la extraña economía que lo caracteriza: "Ya sólo un dios puede salvarnos". Tanto tiempo después, Nooteboom juega con esta perplejidad de la especie humana, cuyo origen podemos datar, modernamente, en el "Dios ha muerto" de Friedrich Nietzsche. No hay aquí, sin embargo, en estas Cartas a Poseidón, la trágica solemnidad de don Federico; y tampoco la amarga certidumbre del profesor de Friburgo. En esta obra de Nooteboom, que acude al género epistolar tanto como a la glosa poética, lo que se ofrece es una modesta vindicación, una visión utilitaria de aquellos dioses de la Antigüedad pagana. Y con mayor exactitud, de su extraña perdurabilidad en un mundo que ya no les reconoce.

Michelet y Heinrich Heine ya habían postulado la pervivencia del imaginario clásico en la Europa del Ochocientos. El primero, en los oscuros ritos de la brujería barroca; el segundo, en un concepto de cultura no gravado por la culpa. Previamente, Wincklemann y Lessing, o el primer Goethe del Viaje a Italia, han ordenado el friso de aquellas divinidades, resucitadas con Pompeya. Y será Schliemann, con el descubrimiento de Troya en el imperio Otomano, quien traiga a la imaginación del XIX la belleza de Helena y "la cólera del pelida Aquiles". Con todo, no es este alentar del orbe clásico, abanderado por la Alemania ilustrada y romántica, el que Nooteboom persigue en estas notas y postales a un dios submarino. La intención última de estas Cartas a Poseidón -dios invisible, quizá inexistente, pero abrumado por el agua- no parece sino ésta de señalar la utilidad, ¿la necesidad?, de personificar unas fuerzas que superan la inteligencia humana. Y no sólo en la vasta, en la tumultuaria y violenta mitología pagana. También los dioses precolombinos o cualquier otro dios que haya tutelado la oscura intimidad del hombre. En esta paradójica situación: la necesidad de creer, la imposibilidad de hacerlo, es donde Nooteboom ha situado su grave y melancólica visión del mundo. Decía Cunqueiro que al rezar, "el hombre desencadena fuerzas desconocidas". Para Nooteboom, sin embargo, son estas fuerzas sin nombre, el centelleo del mar, la profundidad de la noche, la súbita caligrafía del rayo, las que impelieron a la humanidad a buscarse un interlocutor, un artífice, que resuma y aquiete la movilidad del mundo.

Se trata, al cabo, de dar una explicación -racional, a su modo- a un hemisferio en sombras. Todavía hoy, los mitos cumplen la función de ordenar y escenificar nuestras pasiones. Todavía hoy hacemos una lectura animista, personal, teológica, de los fenómenos que nos acucian. ¿Le importa esto a Poseidón/Neptuno, viejo dios del mar, dios tridentino, que Kafka imaginó como un oficinista asediado por el trabajo, como el contable de la innúmera población de los océanos? ¿Le importa a Nooteboom que Poseidón no exista? Sí parece importarle, en cualquier caso, la doble orfandad que de aquí se desprende: los dioses, orillados por el conocimiento humano; el hombre, ascendido a la condición de dios menor, deidad trémula y caediza, tras el severo diagnóstico de Nietzsche. De ahí, sin duda, la cita de Wallace Stevens que abre estas páginas: "The dead of one god is the dead of all". La muerte de un dios es la muerte de todos ellos. Esto mismo, la irreversibilidad de lo sagrado, lo expresa con mayor ternura y dramatismo Rafael Adolfo Téllez: "Encuentro, a mi paso,/ los dioses de hace un siglo / disueltos en el barro".

Las estampas que aquí esboza Nooteboom, estampas donde el dolor, la belleza y el misterio se dan la mano, tienen pues esta lectura elíptica, embozada, de lo intrascendente. Ningún dios habrá de escucharnos. Ningún dios ha conocido nuestro fatigado paso por la tierra. Tampoco oiremos ya cuanto los dioses tengan que decirnos. En ese silencioso intervalo, fragmentario y fugaz, se despliega la aventura humana. También la hermosura de un mundo; más hermoso si cabe, por cuanto gira en el vacío y brilla para nadie.

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