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Día de todos los Santos en Jerez

Historias que nunca mueren

  • El cementerio de Nuestra Señora de la Merced vive, dentro y fuera, una intensa jornada de Todos los Santos 

  • Un día como otro cualquiera para algunos y casi un ritual para otros

Día de todos los Santos en el cementerio

Día de todos los Santos en el cementerio / ©Miguel Ángel González (jerez)

Si algo hay en el cementerio, además de lo que todos ya sabemos, son historias vivas, incorruptibles, casi eternas en el recuerdo de quien las porta y las transmite. La jornada de este viernes de Todos los Santos era un hervidero de actividad en el cementerio de Nuestra Señora de la Merced.

En el exterior, vehículos hacen cola a la espera de que se queden huecos vacíos en el parking. Junto al muro que guía hacia la entrada principal, los puestos de venta ambulante quiebran el silencio interior de quienes se disponen a visitar a sus muertos. Por unos momentos parece más un día de mercadillo que una jornada para el recuerdo de los que se fueron.

Ya en el interior, los puestos de flores ponen el acento de color. Hay actividad, pero ya es otra, más pausada, contenida. Las vibraciones cambian.

Paqui viene con su marido a visitar a sus suegros y a otros familiares. Le dan un limpiaíto al mármol, ponen flores a su tumba, pero también a la de los vecinos. “Y es que vemos que nunca tienen nada puesto y bueno, le ponemos algo también. Y es que sabemos que el alma no está aquí, pero sus restos sí. Están ahí”.

Sentada a los pies de la tumba de su marido, muerto hace 34 años, rodeada de un amplio grupo de familiares, desde bebés a ancianos, María observa la vidilla que se genera en torno a los restos de Antonio, el padre de sus cinco hijos. “Vengo cada domingo y 1 de noviembre desde hace 35 años. Me los dejó muy chicos. Y nietos tengo más de 20 y bisnietos otros 10. Mientras que vivamos tendremos la tumba que no le faltará una flor”, cuenta, mientras los niños corretean y juegan sin saber, herederos de una tradición, casi un ritual familiar.

En torno a la tumba de Juanillorro, familiares como su hijo José, su mujer, Saray; su prima Manuela Carpio, su tía Dolores... “Esto es algo, esto es cosa de Juanillorro, que es muy grande”, dice Manuela respecto al reportaje que no esperaba. “Él era una persona de la gente. Él era artista. Muy grande. Aquí estamos todas la semanas. A Juanillorro no lo podemos dejar solito aquí, hija. Cuidar el sitio un poquito”.

La zona de la fosa común es especialmente silenciosa. Allí, Rafael habla callado a su hijo, que falleció al nacer hace 18 años. Entonces, al ser tan pequeño, al parecer se enterraba así. No retiene las lágrimas tras su gafas de sol. Viene a menudo. Tampoco lo quiere dejar solo. Sobre la tierra, ositos de peluche, unos más sucios que otros, duendes, cruces ‘pelás y mondás’, otras un poco más elaboradas, lápidas... La sencillez absoluta pero donde no faltan las flores, ya sean de tela o ‘de verdá’.

Pero dentro de los muros del cementerio, la gente también va a buscarse la vida, no sólo a rezar o hablar con sus allegados. Un grupo de parados ayuda a otras personas a limpiar nichos, encalar paredes, colocar flores. Es el caso de Juan que, subido a la escalera más alta, da brochazos alrededor de una lápida. “Pues me gano el pan de mis hijos así, ayudando a quien tiene miedo o no puede subirse a la escalera, coger peso, agacharse... Así llevo un par de años. Un amigo me lo dijo y vengo de vez en cuando. Pero hay gente que no quiere este trabajo porque le da miedo. A mí no, yo he entrado hasta en panteones”, cuenta Juan mientras un matrimonio le sigue la faena desde abajo. “Solemos pedir ayuda a personas como Juan, y si encima colaboramos, pues mejor”, dicen.

“Hoy la jornada se está portando bien”, dice Conchi, florista de uno de los puestos de flores. Lleva en el negocio 44 años y en esta jornada le echa una mano gran parte de su familia, hijos que no tienen nada que ver con el oficio, como un abogado, una farmacéutica. “El día está bueno y la gente se ha animado. Aquí llevamos desde las 7 de la mañana hasta las 8 de la tarde. Yo vengo todos los domingos y festivos desde hace más de tres décadas. Lo que más vendemos son margaritas y claveles, y lo que menos me gusta es vender coronas y cruces, me da tristeza”. Los ramos le salen casi sin pensar, pero siempre muy pendiente del negocio, donde más de uno le ha tratado de meter algún que otro billete falso.

Sebastián Ramírez es el encargado del cementerio, puesto en el que lleva 12 años, aunque trabajando allí unos 27. “Todos los años viene a ser lo mismo. Este día 1 de noviembre tenemos más trabajo que otros días. Comenzamos el dispositivos sobre el 26 de octubre, para las personas que se adelantan y vienen a limpiar los nichos, y lo terminamos este domingo. Estamos a tope, atendiendo a personas que no recuerdan el sitio en el que está su familiar, o por ejemplo aquellas que no sabían que en el patio tercero estamos desalojando unos bloques que se están cayendo y quieren saber los sitios nuevos... Y anécdotas tengo un viaje”, dice Sebastián. Como aquélla que le pasó en sus comienzos, cuando estaba encalando el interior de un nicho y, al ser mes de agosto, salió a tomar el aire para sorpresa o gran susto de una señora que pasaba por allí y pensó que alguien había vuelto a la vida.

Ramírez ha sido hasta ayudante del forense, ha visto y hecho de todo. Especialmente duras se le hacen las historias en torno a niños y bebés. “Una vez tuvimos que llamar a una ambulancia para que se llevaran a una mujer que venía a ver a su hijita, desde por la mañana hasta las tantas de la noche. Iba a enfermar la pobre mujer, no se quería ir. Uno no llora a veces por vergüenza, pero la emoción no se pierde a pesar de trabajar aquí”.

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