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Jerez

Pilar, Sonia y Magdalena, tres vidas inseparables

Las chavalas querían presentarme, creo recordar, a un tal Marco. Lo que sí recuerdo es su procedencia italiana, va todos los años acompañando a la carreta del Simpecado y va buscando a su madre: la Virgen del Rocío.

Pero quien suscribe esta semblanza comenzó bajo el fresco de una sombra a charlar con ellas y ya no hizo falta que llegara ni el Simpecado ni el italiano para resolver esta semblanza casi improvisada. Pilar, Sonia y Magdalena son tres vidas separadas que se unen cada año en el camino. Es algo así como el cordón de la medalla del Rocío. Tres cordones distintos que van unidos para sujetar la imagen de la Virgen. Magdalena se trasladó a Puerto Real a vivir junto a su marido. Provenía de su ciudad natal que es otra real pero asentada en otro paraje seco y llano pero hermoso, la Ciudad Real de las migas y el pisto manchego. "Vine hace poco pero mi ilusión era hacer el Rocío. Este es mi segundo año andando, porque yo si lo hacía era a pie. Lo tenía claro", comenta emocionada. Fue un Rocío duro, cargado de lluvias y de pisadas en el fango. Pero recuerda que cuando fueron a bautizarla quiso impedirlo porque no tenía ni medalla. Sus compañeras peregrinas, llevaban en la mochila una cajita que contenía una medalla, medio escondida, y que iba a colgar en el cuello de Magdalena para siempre, aunque "no la me la pongo porque cuando andas todo te pesa. La llevo mejor en la mochila", asegura. Aquel bautizo la marcó para siempre.

El ejemplo de Pilar es la prueba de que todo en el Rocío tiene un poder extraordinario. Cuando llega la hora de la salida hacia la aldea, ella deja a su marido con sus tres pequeñuelos y se hace a las arenas. "Mi marido respeta esta tradición tan mía y la entiende. Mi auténtica 'penitencia' no es caminar entre las rodás duras de arena, sino pensar que voy andando sin poder ver a mis pequeños", afirma con la mirada cristalina. Ahí es nada.

Sonia, en cambio, comenzó también el pasado año a andar. Llovía a mares y en una pequeña venta de los alrededores de la aldea, calada hasta los huesos, el ánimo le venció y todo lo veía negro mientras se tomaba un café en taza bien caliente. Los pies los llevaba empapados y el camino continuaba. De pronto, dos peregrinos que se encontraban en la esquina del ventorrillo, apercibidos de las lágrimas de la anónima peregrina, fueron a sacar unos calcetines secos para al menos coger resuello entre charco y charco. Se acercaron y le ofrecieron a la chica un par de los que llevaban para que al menos levantara un poco el ánimo. "Nunca lo olvidaré. Eso marcó para mí el Rocío para siempre", recuerda ahora.

Cuando llegue Jerez a la aldea todo se habrá consumado y cada una tendrá que volver a sus quehaceres. Pero antes de la despedida, sabrán a ciencia cierta que el camino se reanuda por el mes de mayo próximo. Y volverán a vivir atadas como el cordón de la medalla del Rocío. Como si fueran tres vidas inseparables.

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