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El sextante del Comandante

¿Quién hundió al Olite?

  • Una tragedia silenciada. Hoy se cumplen 75 años de la peor tragedia marítima de la España contemporánea. El hundimiento, 25 días antes del fin de la Guerra Civil, causó 1.477 muertos

EN la mañana del 7 de marzo de 1939, hace hoy 75 años, el vapor Castillo Olite se acercaba confiadamente a la bocana del puerto de Cartagena. En sus bodegas, 2.112 soldados esperaban ansiosos el desembarco en una ciudad que creían ganada al enemigo y en la que pensaban que iban a desfilar para celebrar el ansiado final de la guerra. El silbido cercano de un proyectil debió llenarles el corazón de congoja y, poco después, un segundo disparo penetraba en el pañol de municiones y desgarraba al buque que tardó sólo unos minutos en hundirse con el triste balance de 1.477 soldados muertos, en lo que constituye la peor tragedia de la España marítima contemporánea y el minuto más luctuoso de la Guerra Civil. A pesar de la dimensión de la tragedia, el suceso sigue envuelto en brumas y apenas es conocido por los españoles por lo poco que se ha querido divulgar.

Construido en Holanda y tras contar con diferentes propietarios, el buque fue requisado por Franco en 1938 frente a Gibraltar con contrabando de guerra. Desde entonces prestó servicio a los nacionales como buque de transporte, hasta que en los primeros días de marzo del 39 se le ordenó cargar en Castellón un contingente militar para llevarlo a Cartagena, como parte de una gigantesca fuerza expedicionaria de 30 buques y 25.000 hombres a las órdenes del vicealmirante Francisco Moreno. En realidad era un gigante con pies de barro, pues, faltos de capacidad de desembarco, los barcos sólo podían descargar los soldados en un puerto ganado al enemigo. Además de su escasa velocidad, en ese momento el Olite sumaba otro inconveniente militar grave: no tenía radio.

Para entonces la República era un globo que se deshinchaba, así que el presidente Negrín decidió ponerla en manos de los comunistas, por considerar que en unos momentos tan difíciles eran los únicos capaces de defenderla. Cartagena era su principal bastión militar, al constituir la base de la Flota, un conjunto de buques muy poderosos al mando del almirante Miguel Buiza. Como en otras ciudades, una quinta columna trabajaba subterráneamente en Cartagena al servicio de Franco.

Para consolidar la ciudad como el principal bastión militar republicano, Negrín la puso al mando del coronel Francisco Galán, de conocida filiación comunista, el cual se presentó en Capitanía la noche del sábado 4 de marzo acompañado de Artemio Precioso, comandante al mando de la afamada Brigada 206, la cual dejó acampada a las afueras de la ciudad. Una vez efectuado el relevo, llegaron noticias a Capitanía de que en la calle se estaba deteniendo a la gente en nombre de Franco, momento en que Galán fue hecho prisionero, aunque Precioso consiguió escapar aprovechando la oscuridad de la noche. Hacia las ocho de la mañana del domingo se hizo patente la figura del general José Barrionuevo, que se puso al frente de las tropas sublevadas, tomando dos decisiones de forma inmediata: comunicar la situación a Franco y dar a la Flota un plazo de cuatro horas para abandonar la ciudad, so pena de ser bombardeada por las baterías de costa. Buiza aceptó la retirada con la condición de que le entregaran a Galán, lo que se cumplimentó, y hacia el mediodía el último buque republicano abandonaba la ciudad.

Durante las siguientes horas, Barrionuevo siguió insistiendo a Franco en que tenía el control de la ciudad, advirtiendo que necesitaba urgentemente fuerzas militares para consolidarlo. Fue entonces cuando Burgos ordenó la salida de la fuerza expedicionaria y el Olite fue enviado a Castellón para embarcar una fuerza compuesta por dos batallones de Infantería, un grupo de artillería, un cuerpo jurídico con la misión de hacerse cargo de los juicios sumarios y más de 200 personas sin identificar, entre las que pudieron incluirse un grupo de enfermeras, novias de algunos combatientes. La mayor parte de los soldados que viajaban en las bodegas eran gallegos y la travesía transcurrió en un clima festivo con música de gaitas y abundantes cajas de vino.

Falto de radio, el alférez de navío Eugenio Rodríguez Lazaga, máxima autoridad embarcada, recibió las órdenes en un sobre a la salida de puerto. Básicamente consistían en navegar alejados de costa para evitar a la aviación y esperar frente a Cartagena nuevas órdenes para proceder. Subrayado aparece un "no entrará en la ciudad bajo ningún concepto a menos que reciba órdenes concretas".

Mientras los barcos cargaban en diferentes puertos, Moreno se hizo a la mar para inspeccionar los accesos a Cartagena, encontrando que los tres puntos en los que veía factible el desembarco habían sido reconquistados por Precioso, que al frente de la 206 había iniciado la reconquista de la ciudad. Después de comunicar la situación a Burgos, Franco dio la orden de abortar la operación y los buques recibieron orden de regresar a sus puertos de origen. Todos menos el Olite que, sin radio y ajeno a los últimos acontecimientos, seguía acercándose lentamente a su hora más amarga.

La mañana amaneció envuelta en bancos de niebla y sin ningún buque a la vista. A bordo del Olite, los mandos militares convencieron a Lazaga de que el resto de buques debían estar dentro de la ciudad, ya que, siendo los más lentos, debían haber sido los últimos en llegar. A la entrada al puerto, desde la batería de Aguilones, el viento trajo los típicos cantos militares franquistas. Ayudado por unos prismáticos, Lazaga vio que los soldados ondeaban banderas nacionales. Daba la sensación de que efectivamente Cartagena había caído y Lazaga ordenó poner rumbo a la ciudad.

Para acceder desde el mar a Cartagena hay que dejar unas altas peñas a cada lado, a la derecha, la mencionada de Aguilones, y a la izquierda, la Parajola, dotada igualmente con peligrosas baterías. En realidad, y para desgracia del Olite, la 206 había recuperado la ciudad prácticamente al completo, incluyendo la batería de la Parajola, pero no la de Aguilones, que estaba a punto de caer cuando sus soldados vieron aparecer al Olite, saludándolo con entusiasmo pensando que se trataba de la punta de lanza de la ayuda que venía en su socorro. Con el buque enfilando la entrada a la ciudad, un hidroavión Heinkel 60 apareció en vuelo rasante, alabeando al sobrevolarles. Su aparición fue jaleada con vítores mientras los soldados en cubierta arrojaban al aire sus gorras en señal de júbilo. En realidad, el piloto se estaba jugando la vida para advertirles de que se estaban metiendo en la boca del lobo.

La batería de la Parajola se había sublevado como el resto de la ciudad, pero el capitán Guirao, a las órdenes de Precioso, la acababa de reconquistar para la República. Cuando vio llegar al Olite, dio orden a Antonio Martínez Pallarés, capitán al mando de la batería, de disparar sobre el buque. Pallarés dudó; la guerra estaba a punto de terminar y sabía que con esa orden de fuego estaba ordenando disparar a su propio pelotón de fusilamiento. Viendo sus dudas, Guirao desenfundó su arma y la apoyó en la frente de Pallarés, conminándole a disparar con una orden que ha quedado para los anales: "Capitán, los honores son suyos, pero la responsabilidad es mía; si no dispara usted, lo haré yo…". Y Pallarés dio la orden de fuego.

El proyectil penetró en la bodega donde iban almacenadas las municiones; el barco reventó por dentro y se hundió en pocos minutos. A bordo se vivieron escenas de pánico. La explosión causó muchos muertos y lanzó a otros muchos al mar. En aquella época la mayoría de los hombres no sabían nadar y muchos de ellos, con los miembros quebrados por la explosión, no podían mantenerse a flote. Con el barco hundido a 20 metros de profundidad, los palos sobresalían del agua y algunos desgraciados se agarraban a ellos como tabla de salvación, sin embargo, conforme el buque se iba asentando en el fango, la longitud del palo menguaba proporcionalmente. En la lucha por la supervivencia se escucharon algunos disparos. El saldo final fue de 1.477 hombres muertos, la mayoría ahogados en las bodegas, 342 heridos y 293 supervivientes que fueron hechos prisioneros.

Setenta y cinco años después de la tragedia resulta muy difícil delimitar los cupos de responsabilidad, aunque sí se pueden parcelar las decisiones de cada cual para que sea el lector el que saque sus propias conclusiones. Desde luego Franco tiene su parte de culpa. Era el jefe de las fuerzas nacionales y además fue el que decidió poner en marcha la operación que terminó con el Olite en el fondo del mar. En su descargo hay que decir que dio la orden en respuesta a la agónica petición de fuerzas de Barrionuevo, una vez que este se levantó contra la República.

Por su parte, el general Barrionuevo tiene también su cupo de implicación, ya que desde el momento de su sublevación hasta el de su detención, estuvo transmitiendo a Franco que tenía el control de la ciudad, lo que dejó de ser cierto en cuanto Precioso se lanzó con la 206 a recuperarla. Los hombres de Precioso estaban mucho mejor preparados para el combate que sus adversarios, que no habían disparado un solo tiro en toda la guerra. Barrionuevo se comunicaba con Franco desde la radio de un submarino; sabía que el almirante Buiza le escuchaba y que si la Flota regresaba, los barcos que Franco acababa de enviar en su ayuda estarían irremediablemente perdidos. Quiso engañar a Buiza, pero engañó a Franco.

Oficiosamente, y aunque de forma soterrada, la responsabilidad del desastre cayó sobre el vicealmirante Moreno, que en realidad tuvo mucha menos culpa de la que se quiso hacer ver. Le dieron una fuerza colosal, pero sin ninguna posibilidad de desembarcar en Cartagena. No obstante, la sincronización que se hizo de la salida de los barcos estuvo tan mal planeada que condenó al Olite a navegar en solitario y sin comunicaciones. De haber navegado junto a otro barco capaz de pasarle señales por banderas no se hubiera hundido.

El alférez de navío Lazaga quiso entrar en Cartagena sin haber recibido órdenes concretas como le había advertido Moreno, lo cual le hace dueño de una parte de responsabilidad, aunque al despuntar el día, sin un solo barco a la vista ni radio por la que recibir las órdenes pertinentes, hizo lo que le dictó el sentido común, máxime cuando las banderas que veía ondear en la batería de Aguilones parecían invitarle a una decisión que a la postre resultó un grave error.

El responsable oficial fue Pallarés, ya que dio la orden de fuego. Así parece sugerirlo el hecho de que fuera fusilado en 1941, el mismo día y a la misma hora en que se hundió el Olite. Cierto que Pallarés tomó una decisión que costó 1.477 vidas, pero es cuestionable que pudiera haber tomado otra con el frío cañón de una pistola apoyado en su frente.

En realidad el principal responsable del hundimiento del Olite fue Artemio Precioso, precisamente porque no dio ningún paso en falso, sino todo lo contrario. Consiguió escapar de Capitanía la noche en que Galán fue detenido y, tras deambular perdido toda la noche, se puso al frente de sus hombres y volvió sobre Cartagena para sofocar la rebelión de Barrionuevo, llegando a los puntos potenciales de desembarco antes que Moreno. No olvidemos que la guerra no había terminado y hundir buques enemigos formaba parte de sus responsabilidades.

Con el final de la contienda a 25 días vista, el hundimiento del Olite fue un desgraciado acto de guerra. No resulta tan fácil de explicar, sin embargo, lo que para quien esto escribe constituye la auténtica felonía de esta historia. En 1951, en plena vorágine de la venta de chatarra sumergida, el Estado, propietario del buque hundido, lo vendió a un empresario bilbaíno que lo dinamitó para convertirlo en chatarra. Fue terrible, explicaba el jefe de los buzos contratados. Con cada explosión salían centenares de cadáveres y huesos que se enterraban de noche en algún lugar de Cartagena...

Para quien ha visitado en Pearl Harbor y Scapa Flow los pecios del Arizona y RoyalOak, hundidos ambos en la Segunda Guerra Mundial, y asistido con emoción a los homenajes que a diario se hacen a los cientos de marineros ahogados y que todavía permanecen dentro de los cascos de los buques, el lamentable final del Olite constituye una afrenta a nuestra historia que produce repugnancia. Una vez extraídos los mamparos, el buque quedó sometido a la acción de la corriente, aunque solo quedaba la quilla descansando sobre el fango con algunos restos dispersos de la impedimenta de los soldados. En 2005, con motivo de las obras de ampliación de la refinería de Repsol en Escombreras, se arrojaron sobre estos últimos restos cientos de miles de toneladas de cemento, roca e infamia. Ese fue el final definitivo del buque y de la memoria los 1.477 soldados, jóvenes en su mayoría, que marchaban jubilosos a Cartagena para celebrar el final de una guerra que les permitiría, al fin, llevar una vida digna como corresponde a cualquier ser humano.

Este artículo está destinado a su triste final, a sus restos quebrados por la dinamita y a su historia injustamente silenciada.

Que descansen en paz. Los que puedan.

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