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Crítica de teatro

Atalaya TNT nos inunda del rico mundo teatral de Shakespeare

  • Un espectáculo paradigma del teatro total con el sello inconfundible de esta compañía

representación de El rey Lear en el Teatro Villamarta.

representación de El rey Lear en el Teatro Villamarta. / Miguel Ángel González

Una adaptación de Shakespeare siempre tiene sus riesgos. Más cuando se trata de ser fidedigna a lo que el mítico autor inglés siempre merece. Mucho más cuando se quiere demostrar los entresijos del alma y de la condición humana. Y, sobre todo, cuando los valores entre generaciones de padres e hijos se dejan en entredicho. Cuando a todo eso se une un intento para que los astros sirvan de excusa para hablar de sentimientos y que las miserias humanas, personificadas en las guerras, las tragedias, los asesinatos, las mentiras y el poder, son protagonistas, conseguimos que la visión global de un espectáculo teatral clásico permanezca viva y rica hasta nuestros días. Aquí en el Villamarta y en el teatro nacional de Kiev. Abordar dramatúrgicamente esta serie de premisas es un canto a la osadía, pero cuando se trata de Atalaya teatro, supone un reto más en su dilatada trayectoria, del que sale vencedor en todos los aspectos. Hace de su movimiento escénico una oda a la verdad, haciendo del teatro completo su filosofía, desenmascarando las conciencias, abriendo la escena a la sinrazón, otorgando al movimiento actoral la capacidad de despliegue de fuerzas de la naturaleza y ensamblando al detalle, la insinuación, la expresión corporal y la amalgama coral de los conflictos teatrales planteados sin tapujos.

Y como telón de fondo, la maldad en la toma de decisiones, la vertiente machista de la concepción del mundo, y el relato antagonista entre el hombre y la mujer. Entre el poder y la sumisión. La historia del rey que debe ceder su trono a sus hijas y las argucias de todos por el poder, están enmarcadas en una visión trágica de la existencia. Podemos pensar, con diferentes matices, que se acerca a la línea dramática de un Hamlet empecinado en encontrar respuestas a sus eternas dudas o de un Otelo insufrible en su amor patológico. Este Lear de Atalaya habla desde la crítica social con todos los elementos dramatúrgicos que puede y sin reparos, de la falta de criterio de cualquier sociedad que se empecina en seguir ciega. Metáfora, del nudo argumental, de esa ceguera que acaba teniendo como lazarillo a la locura y que sirve para explicar el significado de las señas de identidad de un Lear intemporal. Un mundo sin sentido que avanza sin piedad a expensas de los eclipses y de la fuerza de la naturaleza.

Como si de una tragedia precristiana se tratara, el yin y el yan se hacen presentes. El bien y el mal. Lo blanco y lo negro. Lo directo y lo enrevesado. Toda una maraña visual y auditiva que logra transmitir lo complicado del cerebro humano desde los primates hasta los followers del presente siglo. Toda una metáfora de la sinrazón de las tragedias pre neandertales, las de las batallas fenicias, las de los complots y asesinatos en Roma, de las cruzadas medievales sangrientas, de los sueños de Pinochet, Hitler o el mismísimo Putin.

La escenografía recrea la naturaleza extrema, con personajes de fuerza interior inusitada, despojados de civilización y sin artefactos que les hagan deformarse. El decorado minimalista crea un espacio real y a la vez ficticio. Escenario limpio con la presencia de bancos de cuatro patas y de personas que crean imágenes en movimiento. El atrezo incide en la parodia de la muerte. La escenografía es pura poesía.

Tablones de madera de bosques y savia arbórea manufacturada en manos del hombre. Bancos de madera que también son personajes. Son mesas, escaleras, puertas, paredes e incluso ataúdes perfectamente ensamblados en una danza genial permanente durante más de hora y media medidas al milímetro con ayuda de los focos. Y como tótem, un trono real que acaba por ser patíbulo y que determina el desenlace. La iluminación recrea los claros y oscuros de la mente. Ostenta el poder de crear varios espacios a la vez, crea de la nada transiciones emocionales, y es la protagonista principal de un espectáculo que intenta oscurecer e iluminar miserias paralelas de las diferentes tramas de una manera magistral. Luces y focos que también pueden considerarse personajes en busca de actores, rodeando el escenario y apoyando los apartes y el vestuario y transformando los harapos en pensamientos escondidos dentro de lo recóndito de cada ser. Candilejas en proscenio a ras de las tablas que inventan siluetas fantasmagóricas, cenitales resabiados por doquier, recortes y laterales y luces de calles y hasta efectos especiales dignos de la mejor de las pócimas visuales donde el colorido define sentimientos.

La tormenta es el paradigma de la fuerza que encierra el espectáculo y que alcanza su apogeo en pleno nudo para deleite de los ojos y de los sentidos. Una tormenta que, además, está presente en todas las manifestaciones de las líneas creadas para dar profundidad y subir las emociones por encima del peine, en los diálogos sordos de la mayoría de los actores, en los cruces de mirada como dagas que se clavan en los cuerpos ajenos, en los sonidos de la naturaleza perdida, en las performances que amasan cuerpos para dar fuerza al estilismo y en los cambios y los mutis a vista.

El elenco además es partícipe de los desdobles y de las apuestas corales que esta compañía aborda con asiduidad, pero que, en este caso, están apoyados siempre por la fuerza de un grupo de actores y actrices entregados a un esfuerzo continuado tanto físico como emocional, conjugando a la perfección las ideas y los pensamientos diferidos que los movimientos corporales plantean y engrandeciendo la palabra y la construcción verbal del texto de una manera limpia y elocuente. Libreto solucionado magistralmente por la presencia de una actriz curtida en mil batallas, de varios actores y actrices que se duplican en personajes y de una apuesta coral univoca. Este recurso actoral consigue, durante toda la puesta en escena, que la simbiosis de poder y madre naturaleza se refleje fielmente en el escenario gracias a la fuerza del grupo. Madre de la escena y a la vez alma de la situación. El movimiento de actores desgrana energía y poder. Cada personaje está tan bien definido que no necesita en demasía del apoyo de la palabra. Los diálogos se hacen duales a modo de enfrentamientos y corales apoyados en una banda sonora perfectamente ensamblada que aporta contundencia a la puesta en escena.

El tempo intrapersonal y el interpersonal, las tinieblas, el ritmo, la geometría y los planos dramáticos acaban por trasladarnos a plena década de los sesenta del siglo diecisiete en la compañía de Shakespeare al norte de Londres. La sinceridad emocional y los registros de los figurines acaba por hacernos creer que estamos ante el verdadero drama aristotélico del teatro del movimiento en el mismísimo teatro político de la época. En definitiva, una noche de teatro total, con un aforo muy pobre, a solo unas horas del día mundial que se celebra este domingo y que es el mejor homenaje a esas musas que nunca deberían perderse en nuestras vidas.

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