Baakir

Por fin murió, por fin pudieron enterrarlo. Y por fin pudieron continuar la marcha por el desierto

La sonrisa. En los pocos meses que llevaba en España había recuperado peso, habían mejorado sus heridas, encontró casa, algo de comer todos los días, incluso algún trabajo esporádico, pero la sonrisa aún le costaba asomarla entre sus labios. Demasiados recuerdos y demasiado cercanos: todo lo que había dejado atrás le partía el alma, los acontecimientos del último año eran como cristales rotos en su memoria. A veces, sólo a veces, se reconciliaba con el ayer, se acurrucaba en el hoy y podría entrever algo de luz en el mañana. Y sonreía.

Su madre, su familia. Los había dejado atrás con cierta sensación de culpa. Aunque su objetivo era mandar dinero cuanto antes, facilitar en lo posible la vida a los que habían quedado allí, en el centro de África, y que habían apostado todos sus ahorros a una sola carta, a un proyecto migratorio que tenía que salir bien, pero que podía salir mal, muy mal, como todos esos otros que lo habían intentado y que tuvieron que regresar, o que jamás llegaron. Él sí llegó. Aunque lo de mandar dinero iba a tener que esperar un poco más.

El viaje. Cada día de esos cinco meses, desde que salió de su ciudad, cada trayecto, en coche, andando, en bus. Durmiendo bajo techo, o sin más techo que una lona, o directamente sin dormir por temor a los robos. Pagando en cada transbordo, en cada frontera, hasta agotar los ahorros que llevaba consigo. Trabajando de cualquier cosa, a cualquier precio, para conseguir algo de dinero para el siguiente trasbordo o la siguiente frontera. Y así durante meses hasta llegar a la frontera. Al Estrecho, a la puerta de Europa.

El compañero de viaje. Con el que había soñado mil veces aquel viaje, cuyo valor, sumado al suyo, conformaron el valor suficiente para emprender la marcha. Y que una tarde, mientras atravesaban el desierto, clavó las rodillas en la arena. Y luego cayó, inconsciente. No recuerda cuánto tiempo estuvieron allí, él agarrando su mano inerte, mientras el resto del grupo se impacientaba, pero fueron los minutos más largos y triste de su vida, una tristeza infinita que aún llevaba adherida. Por fin murió, por fin pudieron enterrarlo. Y por fin pudieron continuar la marcha por el desierto. Y no fue el único al que dejaron atrás.

Así que todo lo demás: lo de la zodiac, el miedo que pasó en aquellos acantilados, el mar negro y aquellas olas enormes, aquel barco de salvamento, el albergue de acogida… todo aquello que vino después no fue tan traumático. Porque cuando te abren el pecho en canal ya no duelen los arañazos.

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