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Hablemos del tiranicidio

La izquierda política, desde la Ilustración al menos, siempre ha destacado por su defensa del tiranicidio

Algunos aparentes excesos verbales de estos días pueden explicarse desde una atávica exigencia de justicia que encuentra salidero en un recurso retórico tan habitual como la metáfora. Augurar que cualquiera puede terminar mal a la luz de sus hechos, los que en el español coloquial puede expresarse de infinitas formas, no implica malquerencia ni mucho menos odio, sí advertencia que el aludido puede o no considerar.

Pero cuando se trata de altos dignatarios que vulneran las leyes divinas y humanas, que incurren en traición o tiranía, la convicción de que, a pesar de los pesares, habrá una justicia que los alcance ha llenado páginas de la mejor literatura (Dante, Shakespeare, Calderón...) y ha alimentado la más drástica y revolucionaria de todas las teorías políticas clásicas: la del tiranicidio. Clásicos como Cicerón, Plutarco o Polibio ya juguetearon con la idea de que el tirano pudiera ser objeto de la ira de los agraviados, y más adelante, en plena Edad Media, Juan de Salisbury, obispo por más señas, escribió la primera formulación explícita de su licitud. En esa estela, nada menos que el gran Juan de Mariana, jesuita, también apoyó el tiranicidio, a pesar de que la Iglesia, desde dos siglos antes, lo había desautorizado y considerado herejía. Mariana y los muchos defensores del tiranicidio en los siglos modernos no lo contemplaban como fruto de una acción individual o de grupo, sino como defensa comunal del pueblo, digamos al estilo Fuenteovejuna.

Lo cierto es que la izquierda política, desde la Ilustración al menos, siempre ha destacado por su defensa del tiranicidio, hasta nuestros días. Es imposible comprender algunas acciones muy jaleadas por ella de las revoluciones contemporáneas, desde la francesa a la rusa, sin ese componente. Menos aún el terrorismo selectivo al que nunca ha hecho ascos desde el primer momento. Y se hace necesario recordar estas cosas para que esas mismas izquierdas, sus herederos y sus socios no se pongan tan estupendos cuando alguien, en uso de la libertad de expresión, conjetura desenlaces que podrán suceder o no, pero no son imposibles.

En uso de esa misma libertad, cualquiera, incluso un servidor, puede permitirse augurar que todo aquel, aquí o en cualquier parte, que divida y enfrente a una nación, que se venda a los enemigos jurados de su patria y que se burle de las leyes más sagradas con el concurso de terroristas, sediciosos, secesionistas y demás morralla, terminará mal, muy mal.

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