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HABLANDO EN EL DESIERTO
EL rechazo de unos grupos humanos diferenciados entre sí no es propiamente racismo, como no lo es el que entre personas de una misma cultura, religión y lengua haya simpatías y antipatías. Elegimos de manera natural a quienes nos caen bien y queremos tratar y tener cerca, y evitamos relacionarnos con los contrarios. No me gusta hablar de razas porque, apurando, sólo hay tres, blanca, negra y amarilla, e incluso así, la humanidad es una sola especie que tiene más en común de lo que a simple vista parece. Prefiero emplear 'etnias', entendiéndolas como grupos humanos con particularidades dentro de cada raza o por mezcla de unas y otras. El racismo empieza cuando se hace de él una ideología, se dan leyes y se manipulan argumentos biológicos para establecer razas superiores e inferiores que justifiquen moral y políticamente la persecución y el exterminio de las inferiores. El nazismo es un ejemplo.
Tras cualquier disturbio callejero con destrozos, agresiones y deterioro de la convivencia en las poblaciones españolas donde hay moros y negros en proporción alta, salen al paso los alcaldes para decir que se trata de un hecho aislado y que el pueblo no es racista. Lo primero no es verdad, pues ya son demasiados los hechos aislados como para que se les siga llamando así. Lo segundo sí lo es. La animadversión popular hacia moros y negros inasimilables es la misma que se manifiesta hacia compatriotas marginales, con la diferencia de que un igual echado a perder tienen solución integradora, mientras que los grupos de raza, etnia, religión y costumbres diferentes no se integrarán jamás, y de ahí la prevención popular hacia ellos. Esto no es racismo, aunque sus consecuencias sean nefastas, sino un sentimiento de desigualdad, un resorte popular que salta sin que sea necesario un adoctrinamiento.
Estados Unidos es un caso único que debería servir de ejemplo, porque la nación está por encima de las diferencias: los norteamericanos son iguales ante la ley de una nación común. Cuando se predica el igualitarismo y se quiere llevar al papel para hacerlo efectivo, es cuando se manifiesta el rechazo a grupos diferenciados por la religión, la raza, la etnia o por las simples costumbre de un grupo que repugnan a otro. Una sociedad reprimida por la moral oficial y las leyes igualitarias aprovechará la oportunidad de protestar contra la igualdad efectiva en cuanto haya un suceso para justificarse. La igualdad ante le ley es un signo de civilización que debe procurarse, pero la igualdad efectiva no es natural ni posible. Mientras sigamos intentando esto último habrá "hechos aislados", que no son racistas, pero cuyas consecuencias son funestas. No reconocer las desigualdades naturales de los hombres nunca es un progreso, sino un retroceso hacia ninguna parte.
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