Marco Antonio Velo

Jerez: Enrique Corrales

JEREZ ÍNTIMO | ESPACIO PATROCINADO

25 de abril 2022 - 04:44

El teletrabajo ni siquiera se atisbaba cuando recalé -hace ya las de Noé- en aquella redacción con encanto de la jerezana calle Oso. La memoria es feble y dibuja en los vericuetos (insaciables) de nuestra nostalgia una especie de reedición -corregida y ampliada- de la realidad. Todo queda tamizado -reinterpretado- por la visión actual de tus vivencias de cuando entonces. Como si el arco iris de dos biografiáis arqueara la longitud de una misma pasión profesional: la del periodismo ya a la antigua usanza. Los acontecimientos no son -estricto sensu- tal como sucedieron sino como nosotros recordamos que sucedieron. El tiempo impone su narración de los hechos a toro pasado y nunca con carácter retrospectivo. Pero en el caso de Enrique Corrales estoy convencido que no ha intervenido el filtro de un discernimiento posterior. Mi noción al respecto de su persona ha quedado intacta durante más de un cuarto de siglo. Cuando -al quijotesco alba sería- leí la noticia de su fallecimiento… una especie de pellizco a traición me retorció la boca del estómago. Quedé aturdido por la pena más tersa. E hice un mohín de lamento con olor a linotipia. La muerte ha adoptado la apostura de la ambición del César porque en la Parca la avaricia no rompe el saco.

Mi amistad con Enrique Corrales se cimentó gradualmente. De la nada a los primeros saludos y de los primeros saludos a una lealtad tácita cuya urdimbre era bisagra de un reconocimiento profesional recíproco. Pronto nos captamos. Enrique era más bien callado. Y bastante serio por lo común, en la mejor acepción del término. Miraba desde una hondura que maridaba cierto atisbo de tristeza -sólo aparente pues se trataba de un hombre enteramente feliz- y un cansancio aliñado de deshoras. Fue un trabajador nato. Llevaba todo para adelante. No se le cayeron los anillos a la hora de currar por largo. Jamás menguó su rendimiento. Sabía moverse sobre la orografía de la ciudad. Para retratarla con prisma y visión informativa. Apostaba doble contra sencillo por el caballo veloz de la eficacia. Iba a lo suyo -a la producción, a la hoja de encargos, al lugar de la noticia- sin jamás entrometerse en distracciones colaterales. Tertuliaba poco porque el tiempo es oro a la hora de acometer la intensidad periodística. Enrique te decía muchísimas cosas con la boca cerrada y los ojos abiertos. Su retina dialogaba sin mediar ninguna expresión verbal.

Era sentimental, tímido y alto defensor de la justicia laboral de los compañeros. A mí me trató siempre en calidad de tal con una amable vigilancia de cerca, como erigiéndose a capricho en representante del joven recién llegado. Ahí se mojaba con una bondad y una generosidad sin parangón. Gestos que no se olvidan. Enrique tenía un corazón que entregaba a voluntad, selectivamente, por su cuenta y riesgo. Accedía cada tarde a la redacción con paso ligero, ladeando la cabeza siempre hacia el mismo lado, al ritmo de las pisadas, jersey de cuello cerrado -color verde, color azul, color gris marengo-, acalorado pese a los fríos del invierno, con la vista fija en el destinatario de sus fotografías en blanco y negro. Las entregaba en un santiamén siempre firmadas en el margen inferior con la inicial de su nombre -la e en trazos rectos- y el apellido con todas sus letras-. Supo entenderse a las mil maravillas con sus iguales Esteban Pérez y Jordi Arroyo. Aquel cuarto oscuro de revelado como un sagrario que consagraba inmortalidades efímeras. Todas las noches pariendo el día a día de un Jerez emergente. Pongamos que hablamos de los años ochenta, de la década de los noventa. Anteayer mismo. Nunca olvidaré cómo me ayudó Enrique Corrales sin haberle solicitado nada. Así actúan las buenas personas. El verso de Caballero Bonald se pregunta: “¿Quién se sacrificó por quién?”. En nuestra amistad, querido Enrique, la respuesta es clara. Por cierto, ¿desde cuándo no te tocaban tantos días de descanso?

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