Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

marcoantoniovelo@gmail.com

Jerez: sucedió, 40 años más tarde, en el pregón de Aguilocho

Virgilio Rojo Moreno siempre fue y será, para miles de antiguos alumnos de la Salle, el hermano visitador por antonomasia.

Virgilio Rojo Moreno siempre fue y será, para miles de antiguos alumnos de la Salle, el hermano visitador por antonomasia.

No parangonable a la amanecida del seis de enero, ni por asomo, pero aquella mañana del mes de marzo los chiquillos de la Salle Buen Pastor también nos despertábamos dibujando una sonrisa de oreja a oreja, abríamos los ojos como platos y saltábamos de la litera para recibir con júbilo una jornada revestida de distinción. A decir verdad aún estábamos conmovidos por el capítulo de ‘La barraca’ que anoche de nuevo hizo sufrir tan canallescamente a los miembros más frágiles de la familia de Batiste. Nos metimos entre sábanas con el corazón en un puño. Nuestra inocencia no asimilaba aún tanta maldad entre hombres. “Si al final seremos tierra nada más”, cantaba Victoria Abril en la sintonía de la serie basada en la novela homónima de Vicente Blasco Ibáñez. Homo homini lupus. Sin embargo, después de dormir toda la madrugada a pierna suelta, la luz tenue del alba se tornaba ascua festiva. Estábamos nerviosos porque además la ocasión lo merecía con creces. Íbamos a convertirnos en protagonistas de una visita de excepción. Una imponente personalidad -a la que además profesábamos infinito cariño- deseaba vernos. Alguien muy especial para los benjamines de la Salle.

Nos acicalábamos -posiblemente con más torpeza que acierto-. No dudamos en mostrar sobre la marcha -aun adormilados- nuestra sonrisa Profident ante el espejo -siempre tan redondo como un matinal ruedo de epifanía-. Los zapatos bien anudados. Como de infantil soldado de infantería. Un sesgo de obediencia piramidal estaba a punto de producirse en apenas unas horas. Todo olía a la plenitud educativa de la EGB, tan reescrita en las páginas abrillantadas de los libros de Bruño. La maleta a la espalda merced a dos correas bailables según la anchura de nuestros músculos dorsales. Nada de mochila, que entonces no se estilaban. Ni de carritos con ruedas para sobrellevar el peso del material escolar con más acomodo. En pureza tampoco teníamos claro aquel día qué libros debíamos llevar a clase. Porque el calendario de asignaturas no servía ni mucho ni poco para la señalada fecha que nuestra institución educativa nos ofrecía. Era día de colegio, como tantos otros del curso académico. Pero no al uso.

Bajábamos los escalones de casa de dos en dos. Solventando el vértigo que nos producía los ventanales que daban al patio central. Parecían cuadraturas gigantescas sólo valederas para tentar el miedo de los vecinos alevines. “Ven, que te tiro al vacío”, parecía susurrarnos. Abajo, desde la ventana de la cocina de Ramona, salía -como una música con olor a tambores de detergente Colón- la melodía (pegadiza) de cabecera del programa radiofónico ‘Protagonistas’ de Luis de Olmo, banda sonora no de la España del tardofranquismo sino de la Santa Transición. La calle Valientes era una cuenta atrás hasta alcanzar la altura de La Pandilla. Nos encaminábamos a paso de siete leguas hacia “el patio grande” del colegio para cuadrar filas en “el patio techado” segundos más tarde que el hermano Gabino tocara aquella menuda campana que sonaba a prefacio de disciplina grupal. Nueve de la mañana. Nos organizábamos por orden de altura física. No por imperativo alfabético del primer apellido. El escalonamiento conservaba, de tal guisa, una cierta simetría. Si nos llegan a empujar con fulgor meteórico, todo el alumnado hubiese besado el suelo en efecto dominó. Ya no era usanza entonar el himno a Isabel y Fernando como así por supuesto cantaron nuestros hermanos mayores antes de subir a clase. Aquel día el colegio -al menos tácitamente- se vestía de gala. Los chaveas reprimíamos cualquier travesura. Más callados que en misa. Expectantes y risueños. Subyacía como una blancura ambiental de ‘Cuento de Navidad’ de León Tolstói -aquel insigne defensor del esperanto-. Como una grácil sinfonía interior de ‘Sonrisas y lágrimas’ en la voz de Julie Andrews.

¿Qué acontecía? ¿Por qué todo resonaba como un vuelo de vencejos aproximándose en tropel? ¿Como un frescor de gañanía en su impoluto estado de naturaleza limpia de artificios? ¿Como en un parnaso de tributo a los ángeles custodios de la educación de generaciones de niños? ¿Como en un tornasol azucarado de las tablas de multiplicar con números que saben a menta? ¿Como el latido enamoradizo de un jazmín? ¿Como el verde esperanza de quienes todavía están naciendo a la magnitud de la vida? ¿Como un cuaderno Rubio con cifras matemáticas al modo de la ecuación del futuro personal? ¿Como un garabateo en el paladar que saborea el picapica de la niñez? Repetimos literalmente: ¿Qué acontecía ahora intramuros este colegio tan jerezanísimo? Pues -toquen las cornetas- nada más y nada menos que venía a clase el hermano visitador. ¡Qué gran persona siempre! ¡Para nosotros significaba la encarnación del mismísimo san Juan Bautista de la Salle! No sólo nos regalaba el manantial blanco de sus risas y el cariño de su mensaje sino que, además, hasta traía regalices para todos nosotros. Nos aleccionaba con virtud docente y nos convencía del valor extrínseco e intrínseco de la sencillez y el esfuerzo personal. Allí, tan moreno de tez y tan rico en oratoria, estaba el hermano visitador, Virgilio Rojo Moreno, cuya aparición proyectaba el aura y la aureola de un apóstol divino enviado por Dios para hablarnos del espíritu del señor de la Salle, de san Juan Bautista, que tantísimo nos sigue adorando desde las aulas celestes de una escuela con pizarras de algodón. Por esta razón, cuando el pasado viernes, al término del gran pregón de la Coronación de la Estrella a cargo de Ángel Rodríguez Aguilocho, vi aparecer encima del escenario del Teatro Villamarta a Virgilio Rojo Moreno, para darnos a todos su enriquecedor aleccionamiento de siempre, supe que si veinte años no son nada, cuarenta menos aún, y de nuevo estuvimos sentados no en las butacas del coliseo jerezano sino en los pupitres de nuestro gozo de niños del Buen Pastor ávidos de saborear la barrita de regaliz ‘El Gato’ que nuestro hermano visitador tan cariñosamente había repartido entre todos los compañeros -más de cincuenta- de una clase cuyo listado comenzaba por Andra y finalizaba en Villagrán.

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